¿Dónde monitorizar la mezcla del directo?
Una de las particularidades de nuestro sistema de escucha es el concurso involuntario aunque necesario de la parte inconsciente del cerebro. A grandes rasgos podemos dividir nuestra materia gris en dos bloques: la parte consciente, que es la que utilizamos para pensar, y la inconsciente —la que se encarga de mantenernos vivos, entre otras muchas cosas más, sin que seamos conscientes de ello—. ¿Es que nos acordamos de respirar o de mantenernos de pie? De eso se encarga el cerebro inconsciente.
Cuando queremos decir “hola” (parte consciente), la inconsciente es la encargada de convertir esa orden en una presión de aire concreta: obliga al pulmón a expirar, a las cuerdas vocales moverse en consonancia a la par que mueve boca y lengua para conseguir ese pequeño reto, sin que el resto de funciones vitales se vean comprometidas. A su vez, la parte inconsciente es la que se encarga de mantener informada a la consciente de lo que ocurre a nuestro alrededor, básicamente transformando lo que recibimos a través de nuestros sentidos en información, además, masticada. Nuestra parte inconsciente nunca dejará al libre albedrío la decisión de lo que ocurre a nuestro alrededor a la parte consciente, aunque con la experiencia podamos, con el tiempo, resolver algunas lagunas. Por eso vemos fantasmas, ovnis o escuchamos voces de seres que no existen.
El ejemplo más conocido de este efecto es el que nos ocurre con el teléfono. Este magnífico invento de (¡atención!) Antonio Meucci, necesitaba una compresión de datos eficiente para conseguir el máximo número de conexiones bidireccionales, algo que se consiguió, más de un siglo atrás, comprimiendo en horizontal la respuesta en frecuencia de la voz humana, debido al entonces no popularizado sistema binario de codificación. Se utilizó este recurso del cerebro: ante la eliminación de la gran mayoría de armónicos de la voz humana, responsable entre otras de otorgar nombre y apellidos a una voz, pero manteniendo en liza las frecuencias dominantes de la misma (que en realidad son las que comprenden la información), se conseguía aumentar significativamente el número de conexiones sin pérdida de valor informativo. A cambio, la parte inconsciente del cerbero era la que recibía esos datos mal definidos y los restituía añadiendo los armónicos necesarios para, como mínimo, hacerle entender a la parte consciente que al otro lado del audífono había una voz humana. El primer filtro era fácil: sólo llaman los humanos. Pero la parte consciente reaccionaba algo más tarde cuando tenía un segundo filtro: esa voz debería responder a una persona en concreto, lo que obligaba a la parte inconsciente a añadir no cualquier armónico sino justamente los que permitían que esas frecuencias dominantes correspondieran exactamente al tono y timbre de la persona en cuestión. Es algo que nos ocurría cuando los teléfonos eran analógicos: no sabías quién llamaba, pero cuando sabías su nombre parecía que realmente estaba a tu lado hablándote.
La profusión de los terminales digitales nos permitió conseguir todavía más información útil para la restitución de ese sonido: no sólo sabíamos que nos llamaba una persona, sino que ahora incluso sabemos su nombre y apellidos antes de descolgar (gracias al concurso de la vista, la lectura). Nuestro cerebro lo tiene aún más fácil. De hecho, quizá os habrá pasado, alguna vez habréis leído en la pantalla el nombre de José y le habréis puesto la voz de un tal José Sánchez, pero al preguntarle cómo se encontraba su mujer Rut y después de que ese tal José os dijera que su mujer se llamaba María, habréis cambiado rápidamente de José Sánchez a José Suárez, marido de María. ¡Qué manía en poner sólo el nombre!
Por un lado, entonces, vemos que la parte inconsciente es tremendamente brutal a la hora de reconstruir información a partir de la memoria, pero también tiene sus peligros: no podemos controlar al 100% nuestra parte inconsciente y cada vez que hace más de lo que le corresponde nos sentimos fatigados, cansados. A estas alturas os pregunto: ¿estamos seguros que lo que creemos escuchar es lo que oímos si sabemos lo que queremos escuchar?
Si cogemos todo lo anterior y lo aplicamos a la mezcla, está claro que necesitamos el concurso de uno de los sentidos que menos engaño nos puede producir, tan ajeno a veces de lo auditivo que resulta tremendamente más fiel: la vista. Aunque la vista también padece de este efecto, sin duda alguna no hay discusión cuando leemos datos (un 1 será un 1 siempre). Por ello bien vale tener refuerzos visuales para verificar que lo que estamos escuchando está bien. El vúmetro o el picómetro son elementos de ayuda visual enormes, pero empiezan a popularizarse el concurso de analizadores de espectro o espectrógrafos para este cometido. Vamos a hablar de estos últimos.
Si nos centramos en el técnico de banda y en conciertos, digamos, medianos o grandes, entre nosotros y el equipo existe la figura de quien ajusta y mantiene el sistema. Esta persona es la que se encarga, entre otras cosas, de mantener en liza el equipo de sonido en función de varios parámetros, entre ellos temperatura, humedad, asistencia de público para la cobertura, etc. A partir de un ajuste predeterminado, intentará que independientemente de las condiciones de cada momento el equipo responda igual. Se encarga, entonces, de que lo que sale de la consola sea reproducido con la máxima fidelidad a partir de esas cajas montadas. Si es así, nuestro objetivo no es comparar lo que ocurre en las cajas, sino lo que ofrecemos al sistema. Para que exista una correcta simbiosis entre el ingeniero de sistemas y nosotros tenemos que saber comparar lo que ofrecemos con lo que se ofrece al público; por ello lo más interesante es que nosotros midamos lo que ofrecemos (salida de línea de la mesa) y que el ingeniero se responsabilice que lo que damos es lo que escuchamos.
A veces, cuando me ha tocado ser el asistente de PA de una banda y donde además ejercía como ingeniero de sistemas, me daba cuenta que el técnico de la banda también realizaba mediciones entre lo que él sacaba de la mesa y lo que escuchaba en control (función de transferencia comparando salida de mesa y micro de medición), llegando al absurdo punto que, al yo también realizar la misma tarea, a veces coincidíamos en corregir los mismos problemas a la vez, lo que empeoraba absurdamente la situación. Si aceptamos este escenario, los requerimientos técnicos por nuestra parte son menos precisos. Nos vale un RTA o espectógrafo convencional e incluso la utilización de una tarjeta de sonido entre mediocre y estándar. El ingeniero de sistemas es quien habrá invertido en buenos previos, micrófonos y convertidores para controlar con más precisión la medición de los datos a analizar.
Pero ¿qué medimos? Un RTA nos da información, pero no nos soluciona nada. Somos nosotros quienes tenemos que saber exactamente qué esperar de esa lectura (más allá de buscar el acople, claro está). Un ejercicio que podemos hacer tranquilamente en casa es saber distinguir nuestra mezcla visualmente, saber qué debe ocurrir en casi cada momento para verificar que realmente ocurre o, como mínimo, debería ocurrir. Si, por ejemplo, hemos decidido (nosotros o, mejor, la banda) que bombo y caja están al mismo nivel de mezcla, tendríamos que saber dónde deben aparecer esos dos elementos en el analizador, ajustarlo para una precisión horizontal y vertical determinada y descifrar si realmente ocurre lo que queremos o hay algo que se nos escapa. Si no sabes qué buscar no sabrás qué hacer con esa lectura.
A modo personal, suelo conectar el RTA a la salida de escucha de auriculares/monitor de la consola. De esta manera siempre tengo un refuerzo visual de lo que debería estar escuchando. Cuando lo que veo no coincide con lo que quiero escuchar pero suena como “creo” que debería sonar es cuando planteo mis dudas: ¿qué está ocurriendo? Lo sencillo sería aceptar que lo que escucho es “mejor” que lo que veo, pero sé por experiencia, y más conociendo mi amigo el cerebro inconsciente, que realmente escucho algo que no es lo que estoy oyendo. Dejo al de sistemas la tarea de respetar la reproducción de lo que le doy.