¿Sabemos más que nuestros clientes?
Claro que sí. Y lo afirmo rotundamente en sus dos vertientes: la real, motivada por una preocupante falta de cultura; y la ideal, basada en el concepto profesional (léase de base objetiva) de cada uno de los actores durante una negociación de la producción a realizar. Me explico.
Actualmente, el “cliente” potencial de una empresa de servicios audiovisuales es alguien cuyo principal cometido es batir los retos técnicos que supone su actividad al menor coste posible. Entonces, la mayoría de las empresas lo que hacen es intentar seducirlos con unos presupuestos bajos, basados en un séquito de equipos y personal que el empresario supone suficiente, aunque el cliente seguramente etiquetará todavía como “demasiado”. La diferencia reside en que ninguno de los dos tiene como objetivo batir de manera eficiente los retos técnicos, sino generar beneficios económicos, ya que el equipo y el personal se valorará por cantidades, no por objetivos. Así las cosas, es habitual que cuando vamos a montar un equipo éste sea de menores prestaciones a las que realmente el espacio o el evento determinado realmente necesita, sin llegar a esos extremos ideales que todo técnico espera. El cliente supondrá que eso que está pagando es suficiente (peor aún: magnificado), el empresario estará convencido que como mínimo consigue un beneficio económico lógico y el personal técnico involucrado tendrá que realizar sus trucos de magia para que finalmente el público disfrute lo máximo posible, o peor aún, conseguir con el equipo contratado lo que el cliente supone que se debe conseguir pero que el empresario impide, a su vez, motivado por esos presupuestos ajustados que todavía hoy se imponen relacionados por la dichosa crisis. Por suerte nuestra, el público tiene un nivel de calidad bastante paupérrimo (a diferencia de otros países), por lo que normalmente conseguimos batir bien todos los retos planteados. Pero, ¿es esto correcto?
Miremos la segunda opción. El cliente propone un reto determinado a un empresario, cuyo trabajo es ofrecer el sistema adecuado y negociar el precio del mismo (es decir, su margen de beneficio). El cliente tendrá que aceptar que hay un mínimo y un máximo que determinará la calidad final del producto, por lo que su negociación consistirá en conseguir ese máximo al menor coste posible, pero manteniendo un nivel mínimo que, aunque no lo entienda, supone su evento. El empresario no venderá tantas etapas, tantas cajas y tantos micros, sino una “solución todo en uno”, un sistema que satisfaga las necesidades de ese evento. Una vez terminada la negociación y aceptado el presupuesto, los técnicos harán su trabajo, en buenas condiciones y evitando tener que negociar con la técnica para resolver problemas… porque no los habrá.
Parece lo mismo, pero no lo es. El cliente no tiene porqué saber la diferencia entre un array o una fuente puntual, no tiene que saber el nivel de presión sonora de cada una de las cajas del mercado ni, aún menos, dominar los programas de predicción acústica. Esto es tarea del equipo de producción de la empresa de sonorización o, en el mejor de los casos, rayando la utopía, de un departamento específico del cliente, cuya responsabilidad es ofrecer una solución técnica coherente al reto planteado de manera objetiva y sin tener el reto económico como fin. ¿Cuántas veces en algún acto hemos tenido que mover un array porque “queda feo”? La demanda de este cliente siempre se ha realizado por el hecho que se le considera “dios todopoderoso” (y para los autónomos trabajadores, la diferencia entre seguir siendo llamado la siguiente vez o no). Quizá pensamos que tenemos la obligación de hacerle ver que retrasando la PA de sitio, ni que sea un mísero metro, será imposible llegar a toda esa platea que demanda o, como mínimo, no al nivel de presión demandado, ya ni hablemos de inteligibilidad. Pero en realidad el cliente no tiene que discutir la posición de una PA, sino aceptar que esa es la mejor posición (basada en premisas técnicas y objetivas). En realidad, cuando mueves la PA y con ello reduces el arco de dispersión (lo que hace que haya menos público que escuche bien lo que se deba escuchar), el cliente resta satisfecho: no se ven esas cajas, pero su ignorancia (o falta de respeto) hacia los espectadores no le molesta absolutamente nada. Su objetivo, normalmente, se basa en aspectos subjetivos, como por ejemplo satisfacer un elemento visual que sólo molesta a una o dos personas que ni tan siquiera ejercen de público (normalmente sus jefes). Su objetivo reside en satisfacer a sus capos, en vez de hacerlo para con quien trabaja o son sus clientes reales: el público.
El cliente tiene un cometido que para nada debe incluir el conocimiento de todos los aspectos que sí tenemos los técnicos. Como los técnicos no tenemos que saber muchas de las cosas que sí debe saber el cliente. Sabemos más que ellos de lo nuestro, porque es nuestro trabajo… Y si tenemos claro esto, supone que el cliente no tendría potestad para criticar nuestro trabajo, sino para mejorar su producto, que son dos cosas muy distintas.
La gran mayoría de eventos en los que he participado tienen deficiencias evidentes. Todavía nos basamos en la cultura del “producto” en vez de la “solución”. El empresario, cuyo objetivo -insisto- es el económico, sigue parapetado en un modelo de negocio que ya no es válido hoy en día, justamente, por la ignorancia del cliente cuyo único valor es el monetario, lo que incide al empresario más a mantener la cartera que a crear o simplemente mantener el sector. Todo ello incide una vez más en la difícil percepción de calidad que los espectadores reciben, dando otra vez por válidas sentencias y premisas que inciden notablemente en el sino de los técnicos trabajadores. Al no poder cumplir con los retos planteados, la culpa es nuestra, más cuando algunos de nosotros tenemos como premisa satisfacer las demandas de calidad por parte del espectador, pero sometidos a las premisas de un empresario cuyo objetivo son simplemente económicas. El pez que se muerde la cola: el espectador no sabe lo que puede escuchar y acepta como “normal” lo que nosotros aceptamos como apenas mediocre, pero ante tal insistencia, convertimos la mediocricidad en un estándar de calidad, que cada vez merma debido a la necesidad del cliente en poder conseguir lo mismo, cada año, a precio más bajo. Si el éxito de la cultura se basa en el dinero… adiós sociedad.