Cuento Fantástico 02. El Caracol

Capítulo 2. El Caracol

El caracol se asomó con cuidado. Primero asomó un ojo apuntando al frente, luego sacó el otro dirigiéndolo al mismo sitio y dijo:

¡No quitar ojo de delante y mirar para arriba!

Al mismo tiempo que lo decía, el primer ojo, el que sacó primero quiero decir, giró hacia arriba trazando un arco de este a oeste.

El segundo realizó un barrido como un catalejo mientras que el primero parecía un periscopio.

Cuando ya estaba seguro de que no había nadie en los alrededores, asomó el cuerpo lentamente diciendo:

-Otra vez solo... ¡Qué aburrimiento!

Se fue para la charca y se asomó mirándose los dientes.

-¡Perfectos! -silbó con orgullo.

Pero como no podía enseñárselos a nadie más, torció el gesto y miró a derecha e izquierda, todo a la vez la verdad sea dicha. Había unos brotecillos verdes ahí al lado muy apetitosos, pero pensó en su línea y giró hacia el lado contrario. Se puso a silbar muy satisfecho, porque llevaba una semana que no podía hacerlo por un trocito de comida que se le había quedado entre los dientes. Pero ya se había caído, en parte gracias a su extrema higiene. No menos de cinco horas diarias estuvo chocando diente contra diente y rozándolos contra todo lo que encontraba, que estuviera limpio, eso sí, no iba a meter el hocico en cualquier sitio.

Por la limpia orilla de la charca se paseaba el caracol, silbando, mientras un suave sol se reflejaba sobre la superficie del agua. Unos zapateros se apoyaban en ella con la punta de las patas buscando las zonas con sombra, pero no eran nada interesantes, nunca decían ni pío. Por otro lado, hacían unos movimientos muy graciosos que creaban una serie de ondas circulares que formaban bonitos dibujos.

El caracol se acercó a una planta y se quedó parado mirándola.

-¿Qué hora será? -se dijo.

Miró al sol, pero nunca había sido bueno para eso de adivinar las horas por su posición, el sol cambiaba continuamente y había muchas otras cosas bellas que mirar como para pretender retener todos esos cambios.

-Creo que ya es buena hora -comentó para sí mismo.

Extendió sus antenas y una hoja de la planta empezó a enrollarse sobre sí misma, apretándose cada vez más y más hasta que tomó la forma de una barrita muy compacta. Luego comenzó a hacerse más oscura y dejó de ser verde para convertirse en marrón.

-Ya está seca -comentó.

Entonces la hoja se desprendió de la planta y cayó al suelo suavemente. El caracol la cogió con la punta de los labios levantándola y por el otro extremo empezó a calentarse hasta que comenzó a salir una tenue columna de humo.

-Um... -susurró entrecerrando los ojos-, magnífica planta.

Le gustaba ver la charca con los ojos medio cerrados fumando y disfrutar de su enorme belleza.

-Menos mal que estoy yo aquí para admiraros -dijo en voz alta-. Todas estas plantas, las que están dentro y las que están fuera del agua, las libélulas y los gusarapos... todos tenéis suerte de que ande por aquí el caracol que admira vuestras formas. Porque si fuera por los zapateros no os haría falta ni echar flores ni a vosotros tener esa preciosa y menguante cola -dijo dirigiéndose a los renacuajos.

Hoy parecía un filósofo de la naturaleza el exquisito caracol. De repente, decidió dejar de ser espectador y convertirse en artista. Buscó un palito que se elevó y se quedó parado en el aire. El caracol pensaba sobre qué tema dibujaría hoy.

-Sacaré a los zapateros de su anonimato -dijo creando expectación aunque fuera sólo para sí mismo.

Determinado a realizar una obra de arte movió el palito adelante y atrás sobre la finísima arena del borde de la charca haciendo un dibujo que más tarde se borraría sin remedio.

-Qué bello el arte efímero -expuso con cara de artista.

Se acercó al dibujo y vio que era feísimo.

-Me he distraído -murmuró enfurruñado.

Pasó por encima de él con disimulo volviendo una antena hacia atrás observando los restos de sus trazos y como no quedó conforme, dio marcha atrás de nuevo. Pasó por encima de él varias veces hasta que no quedó rastro del dibujo y siguió el camino del borde de la charca.

-A ver qué se cuece hoy por aquí -dijo en voz alta-. El bosque es así, nunca sabes qué te vas a encontrar. Hay que ser prudentes...

Y siguió paseando tranquilamente mirando hacia delante y hacia arriba. Una mariquita estaba en el filo de una flor y apuntando sus antenas, la dobló por el tallo haciendo que el insecto tuviera que agarrarse para no caer.

-Qué aburrimiento -dijo de nuevo y no bostezó porque no tenía manos para taparse la boca y eso siempre había sido de mala educación. ¿Quién sabe si alguien podría estar mirando? -pensó.

Si no fuera por eso, de vez en cuando le gustaría quedarse dormido con el cuerpo fuera, cerca del borde húmedo de la pequeña laguna, pero no parecía una postura digna de un caracol refinado, así que empezó a meter el cuerpo dentro de su concha calcárea dispuesto a dormirse un rato cuando escuchó un ruido que le hizo extender las antenas al máximo de su longitud, bien rectas, tiesas del todo.

-¿Qué ha sido eso? -dijo aguzando el oído.

Tensó aún más las antenas y se quedó quieto para no hacer ni un ruido. Sí, alguien se acercaba, podía escuchar una voz... no, ¡dos voces distintas que venían del camino!

-¿Quién será? -se preguntó mientras sacaba el cuerpo que ya estaba dentro.

De repente, reconoció una de las voces.

-¿El sapo? -murmuró-. ¿Qué hará por aquí ese elemento?

Y se dirigió hacia el camino con cierta alegría.

Es que llevaba ya demasiado tiempo solo.

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