Cuentos Fantásticos - Abejas
Susana todos los días soñaba con que le picaban las abejas. No parecían abejas normales, eran gordas y redondeadas, doradas y tenían alrededor un contorno que parecía iluminarlas que les daba un aspecto algo fantasmal.
Cuando el sueño comenzaba, Susana estaba dentro de la cama. Entonces empezaban a venir, fulgiendo débilmente en la oscuridad, flotando en una leve oscilación que proyectaba sombras borrosas sobre la pared. Ella tenía mucha fuerza y cuando se acercaban, sacaba los brazos fuera de la sábana y las apartaba a manotazos. Pero las abejas aprovechaban para picarle y ella empezaba a marearse, a dormirse, a soñar dentro del sueño y perdía la energía poco a poco. Entonces, se deslizaba fuera de la cama y se arrastraba por el suelo, momento en el que las abejas se abalanzaban sobre ella y le picaban con saña, una vez, dos, diez a la vez. Susana no podía tener los ojos abiertos y soñaba que la puerta hacia la que se dirigía se volvía borrosa desapareciendo al ritmo de los latidos de su corazón. Entonces, con un último esfuerzo, muerta de miedo, se volvía boca arriba para tocarse con la mano el corazón y comprobar que seguía funcionando. Las abejas se lanzaban entonces contra él atravesándolo con dardos muy finos llenos de veneno que serían el alimento de la larva que depositaban en él.
Luego, despertaba de su sueño dentro del sueño y volvía a la cama, a criar al asqueroso insecto, dispensándole los cuidados de una madre.
Susana despertaba por la mañana muy cansada. Se miraba los brazos con recelo y levantaba el vestido para verse el pecho. Lo tocaba con cuidado, lo pellizcaba buscando cualquier rastro de herida o agujero, pero no veía nada. Luego se levantaba y se dirigía a la cocina, abría la alacena y metía la lengua en el bote de miel comiendo ávidamente.
Susana recordaba su sueño, pero no su sueño dentro del sueño, aunque a veces lo atisbaba en la lejanía y se veía a sí misma como una madre que cuida de un retoño, lo acuna y alimenta, pero lo que tenía entre los brazos no era un bebé, era algo monstruoso. Aunque no puede verlo porque el recuerdo dura un instante, la sensación perdura y Susana lame del bote de miel sin comprender por qué lo hace.
Susana seguía soñando lo mismo, pero el sueño dentro del sueño iba cada día un paso más allá. El retoño crecía en su interior y la cambiaba a nivel molecular. Ahora se sentía más fuerte que nunca, los pies le llegaban al extremo de la cama aunque estuviera recostada y tuviera las piernas plegadas. Los ángulos que éstas formaban bajo las sábanas no parecían humanos. A veces se había dado cuenta de que tenía las manos ocupadas y cogía algo de forma inconsciente con otra que aparecía de la nada, aunque no pudiera encontrarla cuando se examinaba.
Cuando Susana despertaba, ya no lo hacía del todo. Se cuidaba mucho de todo tipo de golpes, no corría riesgos por nada, se quedaba en casa con sus padre, sin salir del salón, sentada y sólo se levantaba para ir a por comida.
Sus hábitos alimenticios habían cambiado mucho, comía a escondidas miel, limón, huevos y pescado, sobre todo seco. Se agachaba en la alacena y con los brazos cruzados y los codos extendidos, acurrucada sobre sí misma, parecía que le salían apéndices con los que agarraba los alimentos que devoraba.
Iba y venía con el vestido en un botón desabrochado, a la altura del pecho, para poder tocarse el corazón y comprobar continuamente si había alguna diferencia. Es normal que la encontrara. De tanto buscar, Susana halló lo que no había y se convenció de que estaba criando a un ser que anidaba en su corazón y que era fruto de las abejas que poblaban sus sueños.
Empezó a recordarlos con más claridad y ya sabía que alrededor del corazón tenía un veneno que era el alimento del monstruo, su hijo, y que este veneno la protegía. Si lo tenía dentro de ella, era el sustento del animal que crecía dentro de su cuerpo y no la había matado, no podía ser más que un líquido maravilloso, corrosivo y mortal, que la protegía con sus propiedades devastadoras a las que ella era inmune.
Susana puso toda su atención en sus padres y los cuidados que a ella le daban. Dentro de poco sería como ellos, tendría su propio hijo al que cuidar y quería saber cómo. Sin embargo, un instinto animal salvaje y primitivo le parecía indicar todo lo que tenía que hacer aunque no pudiera saberlo ahora. En su momento, un impulso natural la guiaría.
Ahora, las abejas de sus sueños volaban a su alrededor, flotaban en las esquinas de la habitación y iban de un lado a otro con parsimonia. Sus pieles doradas y brillantes le parecían suaves, nada amenazadoras y las miraba como a hermanas que vinieran a dormir con ella, con la tranquilidad que siente el perro salvaje al dormir junto a otro perro salvaje.
Ahora estaba deseando acostarse, se levantaba con mucha energía mental de su sueño, pero cansada físicamente por la actividad cerebral tan intensa que la desgastaba.
Susana se despertó en mitad de la noche con un sobresalto. Erguida sobre la cama, con un camisón de niña, se frotó los ojos con fuerza y comenzó a ver lucecitas de colores. "Las abejas siguen aquí", pensó viendo las figuras luminosas que bailaban ante sus ojos. Una visión fraccionada de la realidad, el sueño que continua vivo recién despierto y la obsesión de Susana terminaron por convencerla de que la vida real era el sueño que la alucinaba, que todo era verdadero, que el momento del nacimiento del monstruo había llegado y que las abejas danzaban anunciándole el momento que el instinto les estaba indicando. Creía que sus ojos se habían transformado en múltiples facetas para admirar mejor a su hijo, que el atavismo animal la adaptaba para que la naturaleza siguiera su curso natural y tuviera a su retoño según las leyes de la vida, como siempre ha sido. Como las abejas bailaban más cuanto más se frotaba los ojos, lo hizo con la determinación de la serpiente que se escapa de su antigua piel para perfeccionar su cuerpo y se dirigió a la cocina a preparar el parto.
Abrió la puerta de la despensa donde se guardaban los productos de limpieza de los que la habían prevenido por ser veneno sin saber que ella era inmune. Luego abrió el cajón de la cocina a tientas y escogió un cuchillo pesado y afilado, el más puntiagudo. Volvió a su cuarto y se sentó en la cama.
El suicida tiene miedo de morir y por eso tiembla. Susana iba a dar luz a una nueva vida, que en su feminidad admiraba como su destino, por eso no temblaba. Se apoyó el cuchillo en el corazón y sonrió emocionada. Abrió la botella y se tapó la nariz dando un gran buche del producto tóxico y antes de sentirlo siquiera pasar por su garganta clavó el cuchillo en su pecho y cortó con la intención de hacer un círculo mientras volcaba la botella sobre la herida.