erase una vez
un pequeño pony.
De esos que al trotar no hacen ruido, si acaso, un murmullo de cascos en el prado y quijotadas que desde lo lejos bien pudieran parecer una música ahogada.
Este pequeño pony, vivía solo en su pequeño prado que no era más que la falda de una colina. Una cuadricula de maderos y alambres delimitaban el terreno por el que se movia y alli pastaba, trotaba y dormía.
Todos los días, se acercaba a la valla, y desde allí divisaba a lo lejos otros ponys que, como él, al trotar pareciera que hicieran música, un murmullo de sonidos: sus largas cabelleras al viento, sus mandíbulas rumiando secretos, sus cascos en el barro seco...
Más lejos aún, ya en el valle, habia pura sangres españoles, recios, duros. Animales preciosos que eran contemplados por la naturaleza como un prodigio de la creación.
En el valle los pastos eran mayores, y los pura sangres se movian con más libertad. Se acercaban al riachuelo, bajaban la cabeza y bebian del agua en movimiento. Pero no todos pastaban alegremente. Todos no.
Un buen día de septiembre, el pequeño pony se acerco a la valla temprano en la mañana, lamío las gotas que el rocío habia dejado en los maderos de su cuadricula y comenzó con una sonrisa la que sería, a la postre, una extraña jornada.
Su mirada se levantó por encima de los alambres; fatuo, inmovil como un menhir quedó.
Abajo, en el valle, uno de los caballos saltó su verja y trotó risueño y loco por el prado. Mientras, lo demás pura sangres miraban atónitos la arrogancia de aquel ejemplar que sin orden ni concierto pisoteaba los pocos pastos que quedaban.
Finalmente los cascos de aquel ejemplar se detuvieron en el riachuelo. Bajó la cabeza, dejando su mandibula a un palmo del agua. Pero no bebió.
Cuando el sol se encontraba en su cenit, el pequeño pony no pudo más que pestañear un segundo: llevaba horas quieto observando desde su prado como aquel ejemplar español mantenia la misma posición desde el alba. A lo largo de la mañana, otros caballos, los menos, se habian acercado a este rozando sus lomos y cabelleras, pero aquél sin turbación alguna, seguia a escasos centimetros del agua.
El sol comenzaba a esconderse por la colina del prado y diversos haces de luz de colaban por los cuartos traseros del pequeño pony que seguia con su mirada clavada en el caballo del riachuelo. Otros haces de luz llegaban al valle y alimentaban, por ultima vez aquel día, los pastos.
Justo antes del ocaso, el último haz de luz del día dejó atrás la cima de la colina, atravesó un hueco entre los alambres de la cuadrícula e iluminó, por fin, el riachuelo exactamente donde el caballo español se hallaba, creando un reflejo de aquel mismo que el pony pudo ver a lo lejos.
El pony entonces sí que pestañeó. De hecho, lo hizo hasta que aquel haz de luz desapareció.
A lo lejos una voz que se acercaba...
- Dejalo pequeño...- soplaba la voz dulce de la apicultora.
-Dejalo... pequeño.- consolaba la apicultura al pequeño pony mientras pasaba una de sus manos por el lomo.
-Dejalo pequeño que aquel caballo español sólo se mira así mismo.-