Miedo a crecer.
Sabado por la noche. Me arrastro por las barras de los pubs, y las salas nocturnas, como un largarto intemporal, que tan solo desea que le le lleven a casa: pero por favor, que antes me den una pequeña dosis de alcohol.
Tengo 30 años, los cumplí el agosto pasado. Podría parecer que el cielo ha oscurecido mucho desde que llegué a los 28, y en cierto modo todo ha cambiado bastante.
El pasado sábado estuve unas horas frente al ordenador. Desde mi secuenciador abrí una instancia del Moog Modular. La CPU chillaba como una vírgen en su sueño nocturno de "La primera vez".
A pesar de todo, me las arreglé para "desmantelar" algunos presets; intenté dejarlos irreconocibles, y que sonaran a algo extraño y raro, y que además me convenciera. Mi conocimiento substractivo de la sintesis es muy básico. Pero al final me pareció que los pads sonaban a cualquier cosa menos a pads de preset.
Y sin embargo todo me pareció demasiado psicótico, un sonido inyectado en una psicodelia muy personal, que tal vez hubiera convencido a Jim Morrison.
Llega la noche, y el ser humano, inseguro, soso, e impredecible en que me he convertido, se arrastra por la noche; las luces parpadean en el interior de mi cabeza; hay un sentimiento de calidez que me gusta, resulta adictivo en cierto modo.
Ella es demasiado joven. 20 años son un incompleto proyecto de mujer, desaconsejable para una mente que aún no ha salido del purgatorio.
Es demasiado preciosa, y yo soy demasiado viejo. Pero de alguna forma noto que me hace algo de caso. Las hordas de buitres y lobos no cesan de mirar. Lo peor es que me miran como si formara parte de la misma manada.
Ella me dió su móbil. Se llama Vanessa. La típica chica a la que le encanta que la miren; una chica a la que le gusta tener muchos amigos, conocer gente, bailar mucho, hablar poco. Y sobre todo le cuenten lo guapa que está. Por descontado yo también lo hice, caí en el patrón típico; últimamente me cuesta salirme del patrón. Todo ello me hace sentir algo ridículo.
No existe la menor química entre nosotros. Solo un deseo de sexo, que tal vez desee compartir.
Al final solo un número de teléfono en un papel. Lo guardo como si fuese un salvoconducto, que me ayudase a llegar a la playa de la eterna juventud, donde las preocupaciones se disipan entre los amaneceres cálidos y emocionantes.
El domingo me siento como un crío. Siempre la misma historia. No sé lo que quiero exactamente, no sé si lo de ayer fué una buena idea. Pero estoy harto de que me juzguen, y me descarten en base a impresiones demasiado tempranas. ¿Que sabrán ellas de mi vida o lo que se cuece en mi cabeza?
Llamé a ese teléfono pero no contestó. No he sabido nada de ella. Probablemente buscaba un cuerpo de chaval de 25 pero a los 30 no eres el mismo. O tal vez fué mi poca capacidad de seducción; mi escaso talento para convencer; mi carisma dañado por las frustraciones.
Me encantaría que hoy me cogiese el teléfono. Pero no voy a llamar. En realidad no sé que es lo que estoy haciendo. Tal vez busco el olvido, entre carne suave y sedosa; el cariño que hace tanto tiempo que no recibo.
O tal vez solo quiero testear mis emociones; ponerlas a prueba: ¿serás capaz de disfrutar sin miedo a los remordimientos, sin comerte demasiado la olla? ¿Serás capaz por una vez de disfrutar sin ningún otro fín que el mismo placer?
Tal vez, el miedo a crecer me sigue arrastrando en un viaje hasta el fin de la noche. Pero no tengo ganas de dar explicaciones. No me siento culpable. Salir del purgatorio no es tarea facil, pero si lo haces y además consigues no mirar atrás, cualquier placer pasajero es un buen compañero en el camino.
Creo que voy a hacer una llamada....