En un mundo de ruido
Vivimos en un mundo de ruido. La culpa es en parte de nuestros modernos gadgets, que son el resultado material de una especie de trueque en el que hemos recibido comodidad a cambio de tranquilidad. Sin embargo, los hombres mismos también producimos ruido, aunque de otra clase. El ruido de la gente con sus mentiras, sus excusas y subterfugios. El ruido de lamentos de autocompasión por desgracias que nosotros hemos provocado, o que no hemos querido evitar. El ruido de la televisión ladrando tonterías, intentando manipularnos de forma vergonzosa y descarada. Es una especie de conspiración sin jefe, o peor aún, miles de conspiraciones simultáneas. Todos, sociedades y particulares, conspiran para robarnos algo que tenemos o algo que somos.
Sin embargo, a la gente no le interesa el ruido. La gente acepta sumergirse en él porque espera encontrar algo que tenga verdadero significado para ellos, algún tipo de señal. Por eso hay que hacer del ruido lo que es: algo escandaloso, masivo, chillón y esperpéntico. ¿De qué otro modo podrían los conspiradores impedir que prestases atención a lo que a ti te interesa, en vez de a lo que les interesa a ellos?
No pueden, claro. Con todos sus trucos baratos, sólo consiguen que nos apartemos por un tiempo de nuestros verdaderos objetivos, así que nos bombardean y nos saturan hasta ahogarnos en ruido, y nosotros no podemos cerrarnos a esta avalancha, porque por ahí dentro, escondido, está lo que buscamos, aunque casi nunca sabemos qué aspecto tiene. Así que tenemos que seguir atentos, soportando estóicamente innumerables formas de banalidad y de mentira, en busca de un pedacito de información con significado, la señal que buscamos.
No podemos cerrarnos al mundo para evitar el ruido. Si lo hacemos, ¿que pasará? Nada. Nada por siempre jamás. Para encontrar lo que queremos, tenemos que seguir escuchando.