Tercer Capítulo: La hora cero
La magia ha surgido de nuevo, “por fin la razón y el sentido común han logrado hablar el mismo idioma que yo”. Había entendido sus respuestas. Tuvo que esperar a la hora señalada en su reloj de arena, al día rodeado en rojo en su calendario de pared. En el fondo, en algún rincón, tenía guardada la esperanza de entender, de encontrar respuestas a preguntas autoformuladas. A veces olvidaba que guardaba en un cajón las fotos y las cartas que enmarcó en su memoria. Pero el olvido era poderoso. Olvidaba que también guardaba un cofre repleto de esperanzas, de optimismo disfrazado de felicidad. Allí guardaba, también, los restos del naufragio en las costas de la Isla Feliz. Ese cofre casi sin fondo también era guardián de sonrisas, acordes, notas interpretadas sabiamente por la lluvia de abril.
Cada vez que abría el cofre decía siempre lo mismo: “me arrepiento de no arrepentirme de no quererte sin contemplación”. Porque sabía que todo el amor que lograse reunir no era lo bastante comparado con el sentimiento que sabía que se apoderaría de él al día siguiente. Porque sabía a ciencia cierta que ella era merecedora de más amor aún, siempre, en el pasado, en el presente y en el futuro.
“Háblame, y dime qué es de ti”. Para él, a esta hora en la que hacía sólo minutos que no la veía, parecía que hacía una eternidad sin ella. Y la noche se convertía en un sprint para llegar antes a la mañana, a la luz que le permitiese verla, hablarle.
Por fortuna, con el sueño, todo se iba, se diluía en una corriente de un río de curiosidad y minutos sin segundos. Por fortuna porque los sueños viajaban y siempre le traían un souvenir con forma de ella, regalo que cada noche le permitía unirse a ella sin esperar a la luz del día.