Lo que la gente sabe es que el son es una forma de canto y baile que nació en el monte, en las zonas orientales y que un buen día se trasladó a la ciudad, empezaron a oírse grupos urbanos, apareció gente como los Matamoros y después el llamado salto a la capital, la popularización... Eso es todo más o menos. Esto no es así en su profundidad.
Esta es la parte visible del fenómeno. Expliqué que el son se gestaba en el seno de una serie de familias que, con el tiempo, se han podido determinar de tradiciones centenarias, multiétnicas, multitradicionales, dispersas en campo y ciudad. La existencia de la misma familia en el campo y ciudad de diferentes zonas facilitaba una interrelación e interacción de elementos muy temprana pero culta. Se visitaban unas a otras y a veces participaban en festejos para el público, como las fiestas de patrón o los carnavales, donde se mezclaban familias con familias, instrumento con instrumento, de la forma más violenta, más amplia y más eficaz posible, y ahí se iban decantando hacia géneros concretos. Esa es la historia oculta y profunda, es la esencia de lo que luego va a ser el género son, que es un integrador por excelencia en la música cubana. Pero no solamente se reduce a la zona oriental, sino que existen procesos paralelos. La zona oriental es realmente muy fuerte por la etnia bantú, que tiene mucha importancia, o la mezcla de la etnia bantú con lo canario andaluz. Pero también en el centro había traslados de Oriente a Occidente. La familia Valera Miranda es una familia donde tienen todo tipo de mezclas étnicas, inclusive gente aindiada, y eso es algo muy raro en Cuba." (1)
sí se anticipaba Ignacio Piñeiro, en uno de sus cálidos y brumosos sones, a un largo desconociiento, del que España, vanidosa, hace gala todavía: el de su hijo mulato, el que mejor sabría hacer sonar, quizá, su lengua materna. De ella conservó una inocencia lírica antigua, pero heredó de otra parte su herramienta más básica, necesaria para prosperar en el abandono: el demonio escueto del ritmo africano.
Cuando en 1898 Cuba se liberó por fin del doloroso estatuto del desdén colonial, enfrentándose a intereses más ávidos y cercanos, la influencia germinal del son estaba comenzando a extenderse. Pronto se convertiría en el núcleo de la conciencia musical de la isla, y luego de todo el Caribe, haciendo sentir más allá del mundo hispano su poder de seducción.
Una noche de 1932, Piñeiro conversa con Gershwin en La Habana, mostrándole, en el brillo de sus ojos, el fondo de su historico argumento. Sea como fuere, Gershwin parte convencido de haber dado con alguna confluencia presentida, y unas notas de Échale salsita salpican su Obertura cubana.
Unos años antes se había iniciado el flujo de talentos en sentido inverso. El mismo Piñeiro visita Nueva York en 1926, con el conjunto de María Teresa Vera, dos años después lo hará el Trío Matamoros, y sólo una década más tarde la música cubana ejercerá una notable influencia en la ciudad del ?bebop? y el ?latín jazz?, creando allí el medio propicio para que la salsa llegara a ser etiquetada en nuestros días.
Puede que los aficionados españoles hayan tenido ocasión de dar con una grabación de Beny Moré, o escuchado versiones de los números más famosos del Trío Matamoros (Mamá, son de la loma y Lágrimas negras eran conocidas en nuestro país hace más de cuatro décadas), pero el contacto esporádico con los soneros mayores no pasó nunca de ser minoritario.
Llegaban a nosotros en aquél tiempo las derivas del son en forma de ritmos de moda internacional, a través del cine, de la radio y de las salas de baile. El mambo, el cha-cha-chá y el bolero (que iría degenerando en una melaza cada vez más incolora) fueron creaciones valiosas y originales del laboratorio popular cubano, pero promovidas desde fuera y aisladas de sus vínculos por el desapego comercial.
La presencia de músicos cubanos en España, muy notable en algunos casos, como el de Antonio Machín, no fue suficiente para hacernos comprender el verdadero alcance de lo que nuestra propia tradición había engendrado en su himeneo con el esclavo negro, en el pasado de ultramar.
En su aparente sencillez de género bailable, el son expresa la identidad cultural cubana, proyectando sobre toda la hispanidad las consecuencias de un profundo mestizaje con las culturas africanas.
Su existencia está reconocida desde finales del siglo XIX.
Suele admitirse que la influencia del son se desplazó de Oriente a Occidente, siguiendo los movimientos de tropas rebeldes originados en torno a Santiago de Cuba, en su lucha contra los españoles por el control del centro y la capital de la isla.
A las ciudades orientales de Guantánamo, Baracoa, Manzanillo y Santiago, con sus regiones adyacentes, se atribuye la creación de elementos fundamentales en la formación del son, tales como estructuras rítmicas y melódicas, instrumentos o estilos de interpretación. Pese a que los especialistas descubren hoy indicios de elementos similares en las tradiciones de otros lugares de la isla y del Caribe, parece indiscutible la influencia predominante del Oriente cubano en la configuración del complejo sonero.
Desde principios de siglo, un flujo constante de estrellas campesinas se dirigirá hacia La Habana, desde Oriente y otros lugares, para encontrar allí la confirmación de su arte. En La Habana como en Matanzas, Camagüey o Cienfuegos, donde más fuerte es la cultura burguesa criolla, el son contamina poco a poco las danzas de los salones y academias, en un proceso de coloración musical que dará lugar al danzón y al danzonete, y luego al mambo al cha-cha-chá.
Una música de carácter autóctono acaba pues por imponer su eficacia comunicativa al amaneramiento de la herencia colonial. Aunque por los avatares de la historia, otras influencias se acercasen a Cuba, francesas, inglesas, y hasta de Extremo Oriente (conocida es la presencia de la corneta china en los carnavales santiagueros), sin olvidar a las ?jazz-bands? norteamericanas, que desde los treinta invadían la isla con sus sonoridades a través de la radio, sus principales raíces son, repitámoslo, española y africana.
Proveniente de Africa Occidental, la población de esclavos negros llevó a Cuba la interrelación compleja de ritmos simples con distintos timbres, realizados con tambores y otros instrumentos de percusión. Característica de la música ritual africana, aunque no ajena a las tradiciones europeas, es la alternancia de voz solista y coro, o patrón llamada-respuesta, cuyo uso extendieron los negros por América. Muy importante es también la manera de entonar y armonizar las voces, próxima a la vez a la invocación ritual y a las intensidades expresivas del lenguaje coloquial, que distingue el canto de origen africano. Estos caracteres, aunque no exentos de estructura definida, se comportaron más bien como aspectos de una potencia musical fluída, capaz de adaptarse a las formas e instrumentos de la música europea, para acabar por transformarlos completamente.
La inmigración española, por su parte, sobre todo de origen canario y andaluz, aportó sus coplas y romances, sus instrumentos de cuerda pulsada, la métrica de sus versificadores (de la que prevalecerá el verso octosílabo en redondillas y décimas), figuras y melodías del folclore popular, y los ritmos ternarios que acabarían por fundirse con la polirritmia africana, aunque conservarían su carácter original en otras manifestaciones musicales de Cuba, muy próximas al son, como los diversos estilos del ?punto guajiro? (derivado del ?punteado? de la cuerda y el baile españoles).
Algunos elementos formales del son estaban, además, presentes en ambas culturas antes de encontrarse, lo cual debió servir para agilizar el mestizaje. Así el montuno o estribillo que en el son suele glosar, con ritmo más acentuado y reiteraciones favorables al clímax de los bailadores, lo que la estrofa comienza planteando de forma melódica. El solista alterna con un coro fijo sus improvisaciones, que recogen a veces datos del entorno inmediato. Todo ello se encuentra en la música ritual africana, en el arte de sus ?griot?, cronistas y trovadores, así como en las coplas del folclore mediterráneo. Del atractivo poético de la improvisación burlesca en el canto ya daban fe los Himnos homéricos, hablando de las costumbres de los jóvenes en los banquetes de su tiempo. Los decimistas cubanos llevarán este arte al extremo en sus largas controversias sobre lo divino y lo humano.
Cuerda pulsada, pues, y elementos de ritmo, crean el tejido en el que se borda la imaginería del son, aunque sobre esa base se irán añadiendo luego nuevos elementos. Se considera clásico el formato que cristalizó en La Habana hacia 1920, sexteto compuesto por contrabajo, tres, guitarra, bongó alternando con cencerro, maracas y clave. Pronto se añadiría la trompeta para formar los septetos. Claro que esas funciones básicas se engendraron en un proceso de notables transformaciones. Por ejemplo, los graves se realizaron antes del contrabajo con instrumentos primitivos, tales como la marímbula (cajón de resonancia dotado de láminas de metal, pulsadas al estilo de la sanza africana), la botija (vasija más o menos grande con un agujero por el que el músico soplaba sus acentos rítmicos), o la tumbadera (compuesta por un palo flexible plantado en el suelo, tensado por una cuerda que también se fija al suelo, sobre un huevo excavado para la resonancia). A través de estos instrumentos se fue depurando la técnica que hoy se conoce como bajo anticipado del son.
El tres, por su parte, es una pieza clave en su definición, tanto rítmica como melódica. Híbrido de la guitarra y el laúd, consiste en una guitarra, generalmente pequeña, con seis cuerdas agrupadas dos a dos, al unísono u octavadas, proporcionando las tres notas básicas que le dan nombre. De los hijos americanos de la guitarra, es el que probablemente abre más posibilidades sonoras, por su timbre original, a la vez poderoso y lírico, y por la afinación que facilita inusitadas armonías. De su estilo de pulsación, condicionado quizá por la separación entre las cuerdas, surgen los tumbaos que recogerán más tarde los pianistas de son y salsa.
Hacen hincapié los especialistas en la forma en que los elementos rítmicos del son se relacionan, creando tres franjas tímbricas superpuestas: la del bajo, anticipado o sincopado, la del bongó, maracas y guitarra, con su característico rayado continuo, y por fin la de la clave, con su goteo de ?madera de corazón?, referencia matriza de toda la música bailable latinoamericana.
Sextetos memorables de los años veinte cubanos fueron el Habanero y el de Alfredo Boloña, por los cuales pasaron legendarias figuras como Abelardo Barroso. En 1927 se incorporó la trompeta y desde entonces predominaron los septetos, cuyo principal exponente será el Septeto Nacional de Ignacio Piñeiro. Partiendo de la influencia de las bandas norteamericanas, Arsenio Rodríguez amplió en la década de los cuarenta el conjunto sonero, añadiendo metales, piano y tumbadoras. Las ampliaciones siguieron hasta la Banda Gigante fundada por Beny Moré en los años cincuenta, tras su experiencia en México con Pérez Prado.
Pero la época dorada del son terminará con el bloqueo al que Cuba tendrá que hacer frente a partir de los sesenta. Un grupo selecto de músicos caribeños, muchos de ellos cubanos, desarrollará y difundirá entonces, desde los Estados Unidos, la herencia del Beny y de Arsenio, de ?Lilí? Martínez Griñán y Chano Pozo, cuyos estilos y toques se habían ido convirtiendo en leyenda. La expresión ?salsa? vendrá a etiquetar una reelaboración musical más o menos respetuosa con sus fuentes, marcada por la necesidad de sobrevivir en barrios marginales, pero desarraigada y promovida en medio extraño, con el frío pragmatismo de los negocios internacionales. Pese a la indiscutible calidad de algunos intérpretes, que han sabido mantener su carácter e innovar en ocasiones, el impulso creativo que diera lugar a tantos hallazgos musicales se quedó así interrumpido.
Los propios músicos cubanos, en particular los jóvenes, van a sufrir en la isla los efectos no sólo del aislamiento, sino también del exagerado prestigio de las sonoridades de fuera, atraídos por las nuevas tecnologías, casi siempre costosas y lejos de su alcance. Un sucedáneo del ?jazz? tenderá, además, como en otros lugares, a imponer un virtuosismo superfluo, en la técnica instrumental y en los arreglos, tan alejado de la verdadera inspiración. Entretanto, sólo los viejos soneros, algunos bien lúcidos todavía, se atreven a desconfiar, con parsimoniosa cautela, de la marea de sonidos que amenaza con desintegrar por completo su cultura.
?Salsa? es una exclamación espontánea que subraya los momentos de clímax musical entre los soneros, similar a otras que nosotros conocemos por el flamenco. El son utiliza a menudo imágenes relacionadas con el alimento, tales como ?sabroso? o ?sandunga? (híbrido al parecer de salero andaluz y ?ndungu? o pimienta africana?). Rica en particular es la veta de los pregones, que recuerdan el canto anunciador de los antiguos vendedores ambulantes, elaborando una poética mixta de lo nutricio y lo musical. Este eros oral y primigenio nos hace sentir en numerosos ejemplos (El tomatero, El panquelero, El manisero...) la emoción de un espacio sonoro que aún palpita en las calles de los pueblos y ciudades de Cuba.
Cualquiera que se acerque por primera vez a estas grabaciones, pese a sus relativas asperezas, comprobará que los timbres tradicionales preservan intacta su capacidad expresiva, y dialogan mejor con el futuro de nuestra música popular que los ritmos acelerados, pero reblandecidos, de la salsa. Los que tenemos la suerte, por una vez, de hablar en castellano, podremos, mejor que nadie, llegar al fondo y apreciar la fibra de esas voces extrañamente veladas y nasales, de esos toques escuetos y precisos que rechazan la espectacularidad, serios en su función básica de repartir el goce.
A través del rock recibimos en España el influjo renovado de una música animista, negra o mestiza, contagiosa pese a estar hecha en otra lengua. Sugestiva pese a transformarse con tanta facilidad en mercancía. Ni nuestra vecindad con África, ni ocho siglos de invasión árabe, ni la presencia de esclavos negros en nuestro propio suelo, ni el ir y venir de las embarcaciones de la Península a las colonias, ni el recio y delicado ejemplo del flamenco consiguieron hasta entonces generalizar en España una conciencia profunda del compás. Sólo ahora empezamos a comprender que el camino que rebasa la rigidez de nuestras cadencias pasa por la sencillez, antes de llegar a una conciencia polirrítmica. El rock nos ha devuelto la pulsación básica, cuando ya nuestro folclore estaba misteriosamente desecado, y nuestra música ligera banalizada casi por completo. Esta es la vía, aunque resulte paradójico, por la que hoy podemos acercarnos a los secretos del ritmo en nuestra propia lengua.
Hay un paralelismo entre el rock y el son (a grandes rasgos, y salvando muchas distancias) que tampoco parece mera coincidencia. Ambos surgen de una semilla africana, plantada en el Nuevo Mundo. Ambos van del campo a las ciudades. Buscan el goce inmediato, y en ellos predomina el ritmo sobre armonías simples y profundas. Sin embargo ambos se revisten a menudo de una enigmática transcendencia, ?hablando lengua?, como dicen los santeros. Con su estilo directo, ambos fabrican poesía a partir de la vida diaria, multiplicando mundos por los rincones del patio y de la casa. Quizá el encuentro de uno y otro nos dará la clave definitiva que hemos de recuperar, en el extremo del desarraigo, un uso básico y primitivo de lo musical.
juan perro.