Intentaba quedarse dormida cuando escuchó por megafonía que había una emergencia y se necesitaba a alguien con conocimientos sanitarios. Abrió los ojos de par en par y saltó de su asiento. Con los nervios se le cayó el bolso y el bocadillo que llevaba para el almuerzo. Caminó por el estrecho pasillo hasta que encontró un corrillo alrededor de un niño que estaba en apuros. «Soy enfermera», anunció.
Y todo fue por casualidad. Porque el lunes Virginia Valle Funes debía estar en Málaga, disfrutando de la Navidad con su familia, que vive en Ciudad Jardín, y no en un avión de Ryanair con destino a la ciudad alemana de Düsseldorf, donde se vio obligada a emigrar el pasado verano para trabajar como enfermera. Sin embargo, un error al contratar el billete la colocó en el vuelo de las 10.30 horas del día de Nochevieja y la llevó a salvar a un menor que sufrió una crisis convulsiva en pleno viaje.
Aún no se explica cómo pudo equivocarse en la fecha. «Me incorporaba el día 3 -desde octubre, trabaja en el hospital Universitätsklinikum de Düsseldorf- así que pretendía volar el 1 y pasar la noche de Fin de Año en Málaga», explica la joven, que tiene 27 años. Al comprobar el contrato por Internet, descubrió que había perdido el vuelo. «Es muy raro: ¡lo había comprado para el día de Nochebuena!». Tuvo que buscar un billete de última hora que, aparte de ser más caro, le obligó a adelantar el viaje de vuelta.
Se sentó en la zona trasera del avión y trató de dormir para aparcar la nostalgia. «Estaba muy triste. Tenía previsto cenar esa noche con mis abuelos, y tener que despedirme así de la familia... ». Hasta que la voz de la megafonía la sacó de esos pensamientos. «Tuve que apartar a la gente que había alrededor para saber lo que pasaba», relata ella. Entonces, vio a un niño de unos 10 años tumbado de forma transversal en el pasillo, con la cabeza y los pies apoyados en los asientos.
«Hice una valoración inicial. El crío estaba sufriendo una crisis convusiva. Eso no es una enfermedad, es un síntoma de algo. Yo no soy médico -matiza-, sino enfermera. Mi trabajo es garantizar la vida del paciente». El problema radicaba en cómo hacerlo. Según relata, el botiquín del avión carecía del instrumental necesario para una intervención de ese tipo. «Tuve que utilizar los métodos tradicionales de la medicina, que son los que te quedan cuando no hay ninguno otro recurso a mano».
Miró a su alrededor en busca de ayudantes, y se encontró con la barrera del idioma. El menor viajaba con su padre, un ciudadano transalpino que solo hablaba italiano, y con la pareja de este, una mujer belga que, aparte de esta última lengua, sabía francés y chapurreaba algo de inglés. «Intenté comunicarme con ellos como pude -Virginia maneja cuatro idiomas- para ver si el niño sufría alguna alergia porque se le podía cerrar la glotis. No me entendían, así que paré de preguntar y actué», cuenta.
La enfermera le dio una función a cada uno. Al progenitor lo situó junto a la cabeza del pequeño para que evitara que, al convulsionar, se golpeara contra el asiento. «Nosotros -continúa- utilizamos un instrumento que se llama guedel para que los pacientes no se traguen la lengua, pero allí no había ninguno, así que usé los dedos del padre».
El menor tenía la cara enrojecida y no paraba de sudar. Le tomó la temperatura y comprobó que superaba los 40 grados. «Pregunté si alguien tenía diazepam -fármaco anticonvulsivo-, pero no había. La mujer sacó un paracetamol, así que se lo puse vía rectal para que le bajara la fiebre». Virginia controlaba con sus dedos las pulsaciones del pequeño, que estaba muy acelerado. «Empezaron a descender. Hubo un momento en que eran casi inexistentes, así que le hice varias compresiones para asegurar el ritmo cardiaco».
De repente, el niño comenzó a llorar, y luego se quedó dormido. La crisis había cesado. «La tripulación me preguntó si era necesario aterrizar en el aeropuerto más cercano y yo respondí que no. Solo había que controlar que no le subiera la fiebre y esperar. Nos prepararon unos sillones en la parte delantera y me fui allí para atenderlo el resto del viaje». El padre le sujetaba la cabeza mientras ella le mantenía levantadas las piernas para prevenir una bajada de tensión. «Le dije que me iba a quedar con ellos hasta que llegáramos», afirma.
«Lo peor era tener que luchar constantemente con algunos pasajeros que querían ayudar sin saber. Unos me decían que lo tapase, cuando yo le había quitado la ropa para que refrigerara y bajara la fiebre; otros querían que le diera de comer; incluso había un señor asiático que quería hacerle acupuntura», recuerda.
Al aterrizar, el pasaje comenzó a aplaudir mientras la familia y los tripulantes del avión agradecían a Virginia su actuación. «El padre no dejaba de decirme que le había salvado la vida a su hijo. Incluso el comandante salió a darme las gracias. Yo no estoy acostumbrada a eso, porque considero que es mi trabajo, además de mi obligación», reconoce la joven.
En el aeropuerto les esperaba una ambulancia «medicalizada» que ella solicitó a las azafatas, y que trasladó al pequeño a un hospital. Cuando se quedó sola, se vino abajo por la descarga de adrenalina. «Cogí el avión llorando por la nostalgia y aterricé llorando porque había salvado una vida. Para mí fue un regalo todo lo que pasó. Te das cuenta de que lo que has aprendido tiene un sentido, y eso a veces se te olvida, sobre todo cuando se te pasa por la cabeza dejar la profesión porque no hay empleo».
La Nochevieja fue muy diferente a la que había planeado. La pasó sola, en casa. Cenó unos 'panini' y vio las campanadas por la tele, sin uvas de la suerte. Pero, aun así, estaba feliz. «Al final me alegré del error al contratar el vuelo. No me atrevo a decir la palabra, porque soy agnóstica y no creo en esas cosas, pero entiendo que el destino me puso en ese vuelo. Como si fuera un milagro».
http://www.diariosur.es/v/20130102/malaga/enfermera-malaguena-salva-vida-20130102.html