Hacer música es un juego muy divertido.
Yo soy el dueño y señor de mi ecosistema musical, hago y deshago sin contemplaciones.
Enciendo mi ordenador, que es tanto como decir que pongo en marcha un universo de posibilidades sonoras.
Así que, ya lo puedo decir......., Soy el dios de mi mundo musical.
Con tamaños poderes decido en cada momento qué cosa saldrá de mi laboratorio. Puedo recrear un infierno distorsionado y cargado de ruidos, acoples infernales, disonancias, todo tipo de desazones cognitivas-auditivas...y quedarme tan tranquilo. Es mi mundo y yo soy el supremo regidor.
O también puedo crear sedosas nubes hechas con los más angelicales pads que pueda imaginar. Sonidos que aparecen al amanecer, regados con el sutil encanto de una brisa que resbala hacia mis oídos, envolviéndome en un ensueño de música angelical.
O crearé una jungla de libertad creadora, en donde cada sonido evolucionará sin pedir permiso, sin seguir normas establecidas. Todo ello enmarcado en compases locos: 79x342, 112x11. 2.148x93... Y así hasta que la imaginación colapse en sí misma, cegada por la eclosión de nuevos colores que voy descubriendo al mismo tiempo que los pienso. Un mundo sin reglas, o con reglas que cambian a cada instante, y en el que se unirán sonidos de motosierras con cantos tribales, gritos con sollozos, vientos percutidos con cuerdas teóricas.
Después de todo, soy el dios de mi propio mundo, y a nadie le importa si creo o destruyo.
Bueno, a nadie le importa mientras me revuelco en mi propio mundo.
Pero si tengo que vivir de la música, ahí la cosa cambia. Desde el momento en que quiero compartir lo mío con lo de otros, por la razón que sea, ahí sí cambia la cosa.
Porque somos seres sociales, y una de las cosas que hacemos los seres sociales es compartir-compartirnos.
Y esa en una grandeza que eclipsa totalmente cualquier idea netamente masturbatoria.
Por muy grande que sea ese mundo interior, personal y secreto...por muy poderoso, alucinante, abarcador, desafiante...al final, siempre encuentro el sentido de la música cuando lo comparto.
Y para ello debo estar abierto al otro, entender al otro, seducir al otro, animar al otro y, finalmente, desterrar cualquier asomo de recelo para poder adentrarme hasta el fondo mismo del otro.
Y así, por muy poderoso que sea mi mundo interior musical, prefiero el mundo que se crea cuando dos dioses comparten ese pequeño estudio de grabación.