Hablo de los jipis. Nos llegaban los ecos, las músicas y las pintas.
Y, claro, también retazos de su filosofía, hecha con retales de viejos hartazgos, falta de libertad, rigideces familiares y ganas de volar.
Llegaba el feminismo, el pelo largo, la música ruidosa y sicodélica. Y también el pacifismo.
Mi amiga, digamos Marisa, lo tenía tan claro como todos los demás, y obró en consecuencia.
Sus hijos nunca tuvieron pistolitas de juguete.
Todos los amagos de peleas fueron abortados con celeridad.
Y las charlas novedosas entre padres e hijos, llenas de verdadero deseo de hacer de este mundo un lugar mejor para vivir.
En esos años, como ahora, las noticias siempre mostraban el fracaso de los gobiernos para mantenernos a salvo de las guerras.
Las guerras, quizás la más miserable de las lacras que aún consentimos. Y no, no soy yo, no eres tú, es tu gobierno. Sobre todo por esas veces en que no fuimos atacados. El fracaso de no tener como prioridad absoluta el respeto por la vida misma. El fracaso de los mediadores. Y sí, también el fracaso de no sancionar con nuestros votos cualquier iniciativa guerrera que no esté plenamente justificada.
Nosotros no alcanzamos nunca a saber ni una centésima de la verdad. Siempre son cosas que tienen que ver con control, petróleo, poder, negocios que nacen y mueren justamente porque hay guerra, drogas...
Y Marisa lo tuvo muy claro. Sus dos hijos estaban aprendiendo bien la lección. Hay que empezar temprano, y en casa.
Marco, el hijo pequeño, llega triste a casa. Dice que no le pasa nada, pero se le nota mucho.
Su madre piensa que puede ser algo del cole. Habla con el profe, pero no sabe nada.
Será la pubertad, las hormonas, las chicas y sus calabazas.
Hasta que un día llegó sangrando.
Marco no lo pudo ocultar y lo contó todo. Desde que los chicos malos le calaron, ya no lo dejaron nunca en paz.
Se dieron cuenta de que nunca se defendía, y eso que era un chaval con cuerpo grandote. Pero se le notaba en la cara.
El discurso había calado profundamente. No tenía herramientas, no tenía coraje, no sabía cómo tratar con ese dilema.
Cuando hablamos de aquello, Marisa tenía una mirada dura, de reproche a sí misma.
Yo le conté mi cuentito, el que habla del cuerpo humano y su sabiduría. Éste tiene un sistema inmunológico, siempre latente.
Por regla general, nunca dice nada. Ahí está, silencioso, en segundo plano. No tiene miedo, ni ansiedad, ni busca poder, ni quiere tener lo que tienen otros, porque él tiene lo que necesita tener.
Habrá algún caso en que se le vuelva loco. Le puede pasar a cualquiera, pero es una excepción. El mundo y la vida están llenas de excepciones, la oveja negra, los hermanos unidos por los hombros, la serpiente con dos cabezas.
Yo también soy pacifista, nunca querría atacar, y mucho menos matar a nadie, pero seguramente es conveniente estar preparados.
Marisa termina de tomar el té, le doy un abrazo.
Aquí estamos, en un mundo lleno de maravillas y milagros. Y algunos están pensando que hay algún tipo de solución al llevar nuestras lógicas diferencias al nivel de matar humanos.