Trabajaba en una fábrica de pantalones, y estaba más que harto de hacer algo que no le gustaba, y soñaba con lo único que le daba fuerza para sentir que la vida merecía la pena; la música.
Juan Carlos era autodidacta. Se pasaba los días intentando encontrar tiempo para ir al ensayo y copiar a los maestros: Santana, Led Zepp, King Crimson, Los Beatles, Yes, Génesis, Jetro Tull, Los Credence, Pink, Archie Sheep, Zappa.... Y lo hacía sin descanso, con ansia. Aún recuerda como se le abría la carne de la uña de tanto intentar subir las cuerdas, del diez, de su vieja guitarra, imitación de la Fender.
Cuando llegó a Mallorca, pensó que aquella fue la mejor decisión de su vida, a pesar de que su primer grupo tenía que tocar en verbenas y en hoteles para poder pagar su exigua vida.
Porque ese grupo, además de las típicas horteradas, también le permitieron ir mejorando su técnica, ampliando horizontes y compartir momentos indescriptibles con sus nuevos compañeros. Así, junto a temas estándar, esos de los de toda la vida, pudo interpretar la música que siempre había soñado.
Pero hubo un día especial. Ocurrió algo que sería uno de los grandes detonantes que cambiarían por completo su modo de entender la música.
Empezamos (vaya, me he delatado) a montar temas propios. En aquellos momentos, eso de hacer tu música era visto como el no va más de cualquier músico.
Aún hoy lo pienso.
Todos traíamos ideas, unos más que otros. Mi cabeza andaba revolucionada, y andaba juntando retazos por aquí y por allá, intentando que todo cobrara sentido. Incluso me permitía hacer sugerencias a los demás. Y, por supuestísimo, también me encantaba recibir consejos de los demás. Yo estaba en una nube.
Pero aquella tarde...
Como siempre, tratando de traspasar algunas ideas al otro guitarrista, me paró en seco y me dijo que aquello que trataba de hacer....¡no lo podía hacer! Y me quedé mirándolo a la cara, esperando que de pronto se echara a reír y me dijese que estaba de broma.
El otro guitarrista había estudiado música, y sabía leer partituras. Era muy bueno, y yo siempre le traté como al hermano mayor que todo lo sabe. Pero ahora le miraba a la cara, y no sonreía.
En efecto, yo entendía que habría disonancias, pero aún así, pensé, es música, ese espacio infinito de libertad en el que las normas son una guía, no un dogma.
Yo insistí. Si no puedo hacerlo...¿porqué lo estoy haciendo? Y mi lógica, ese atrevimiento que se manifistaba por mi ignorancia, decía que sí se podía.
Él insistía, aquello había que cambiarlo.
Y ya termino.
Créeme, no puedo recordar si accedió al cambio, o no logré que lo aceptara, pero en lo que a mí respecta, he seguido haciendo más caso a mi criterio que al de los demás. Y siempre sigo este principio: oír a todos y hacer lo que me parezca mejor.
Ahora también sé que todo tiene su uso, incluso las disonancias, el ruido, el silencio. Y que no se trata de incorporar todo lo que sé a todo lo que hago de forma indiscriminada.
Pero no tengo límite.
Si lo considero adecuado, soy capaz incluso de callarme.