Sonaba a todas horas en unos coches de choque, y yo disfrutaba como loco de aquél sonido tan impactante, mezcla de un gitaneo descarado, con guitarras eléctricas y baterías brutales.
Era ese tipo de música que me empujaba al mundo insondable de la música. Y además me gustaba mucho que fuese en español. En aquella época nacían un montón de grupos con ganas de encontrar las raíces, después de mamar música inglesa y americana a raudales.
Aquella introducción era espectacular.
Años después supe toda la historia que hubo alrededor, tanto del dúo Las Grecas, como de su productor, Felipe Campuzano.
Ya puedes imaginar que de la realidad solo llegan los ecos, siempre incompletos y distorsionados por los intereses particulares, la mala memoria, las presiones y el propio criterio de quien lo cuenta, pero se entrevén muchos rollos malos con la gente que le movía por aquellos primitivos circuitos musicales, puede que estafas monetarias y emocionales, abusos de los que nadie se libraba, ni siquiera Paco de Lucía o Camarón.
Otros tiempos, otras inconsciencias, las mismas temeridades, parecidas substancias...
Finales de los ochentas.
Me dirijo, como muchos domingos, al rastro. Mi compañera de entonces y dos amigos más.
Vamos pensando en la media docena de sardinas que nos vamos a meter entre pecho y espalda, con dos o tres cañas.
Nos vamos acercando a un coche aparcado a doscientos metros del rastro.
En su techo, una mujer grita a la gente. La ropa sucia, el rostro demacrado, la mirada enferma y cansada.
Habla con todos y con nadie, casi no se le entiende.
Uno de mis amigos la conoce. Se llama Tina, y tiene una esquizofrenia galopante.
Parece que siempre se escapa de los centros en los que es tratada.
Se me parte el alma.
La vida puede ser muy dura. La gente puede ser muy frágil.
La felicidad nos llega en forma de chispas, pero los palos nos pueden dejar medio vivos.
Ese día no es para olvidar.
Yo les amé locamente, a mi manera, y me llevé otra dura lección en el bolsillo.
Otra más de las muchas que he vivido.