Yo era moderno, claramente modernos; cresta decolorada, pantalones pitillo, camiseta sin mangas y un cartel en la frente que decía: este tipo no tiene ni media hostia.
Mi chica y yo llegamos a la cita, en una casa ocupa, con ocupas vocacionales, no como ahora, que son todos promocionados (la grandísima mayoría) y tutelados.
Los ocupas eran mitad punkis y mitad roqueros raros, medio modernos, medio jipiosos, como yo mismo. Pero todos compartían esa sana rebeldía de la que tanto habla ahora Pablo, el perdedor.
Y allí, entre risas y porros, conocí a un punki maravilloso. Apenas medía metro y medio, pero enseguida adivinabas su verdadera altura: un gigante.
Era culto, músico, poeta, ácrata, libertario, antisistema, pero no como los de ahora, que son todos promocionados (la grandísima mayoría) y tutelados.
Y también tenía muy mala leche. Nunca consideré ponerme enfrente suyo para cortarle ninguna iniciativa, fuera la que fuese. Ya veis que yo no tenía nada de valiente, ni media hostia, vamos...
Quince días más tarde, pasaba un buen rato en la plaza del Dos de Mayo, en uno de sus garitos más modernos. Esperaba a alguien que no llegaba.
En la mesa de al lado había tres tipos de aspecto enrollado. Dos de ellos me sacaban un metro de alto y otro metro de ancho.
En un momento dado entablaron conversación. Qué haces, no estés solo, acompáñanos...
Bueno, porqué no...
Me contaron que dos de ellos eran leñadores. Qué interesante, pensé.
Por lo que sea, no acababa de sentirme a gusto. Apuré mi caña y les dije que gracias por todo, pero que...
¿Cómo que qué? De eso nada, esto acaba de empezar, amiguete.
Mi colega no venía, esto se ponía denso, yo sentía que la cosa no fluía, ellos eran enormes y fornidos. Yo no tenía alternativa.
Me levanté para irme. Uno de los armarios se levantó conmigo, me cogió del brazo y me sacó a la calle.
En la misma puerta, y mientras me sujetaba con un brazo, comenzó a rebuscar entre todos mis bolsillos. Supongo que dinero o alguna otra cosilla que les viniera bien. Yo estaba aterrorizado. Sabía que si se me ocurría hacer algo raro, me llevaba un buen hostión. No tenía ninguna gana.
En estas estoy cuando veo que viene alguien hacia nosotros, cabreado, con muy, muy mala leche. Era mi amigo el punki de metro y medio.
Sin mediar palabra, se lanzó hacia el gigante y le pegón una leche que sonó hasta en Benalmádena.
El gigante me soltó de golpe, le miró al punki durante dos segundos, como preguntándose qué coño estaba pasando.
En esos dos segundos ocurrió el milagro; el gigante se dio cuenta de forma inequívoca que el punki le había puesto en su sitio.
Metro y medio contra dos metros veinte centímetros.
Pero claro, metro y medio con unos huevos como el caballo del espartero. Metafóricos pero reales.
Yo sigo sin tener media hostia, pero ahora lo mismo me atrevería a pegarle un mordisco. O quizás a mirarle a la cara y decirle en tono bien serio que....¡¡¡eso no se hace!!!!