Mucha tierra, escombros, huertas, perros que ladran día y noche, Iglesia y campana (con su párroco, por supuesto).
Y mucho, mucho más; niños con sabañones en las orejas, padres zurrando a sus hijos por multitud de causas: llegar tarde a comer, ser pillado robando fruta, mentir, haberse caído y traer las rodillas desolladas....
Y más todavía; peleas de mujeres con cuchillo, caravana de gitanos que arreglan sartenes, niños que abren lagartijas a ver qué tienen dentro, salamanquesas que corren por la pared y que te dejan calvo si te escupen, baños en balsas llenas de fango, chavales enfebrecidos jugando a la peonza, viejos que fuman tabaco verde mientras escuchan la radio en la calle, cerdos abiertos en canal el día de la matanza...
Podría seguir así hasta morir, porque detrás de cada persona, de cada tiempo, de cada pueblo, hay una historia.
No, hay muchas historias, y cada una de ellas sería contada de forma diferente por cada persona que lo intentara. Todos tenemos sesgo, no puede ser de otra manera. Para algunos está bien la venganza. Para otros está bien la desgracia de otro, incluso la muerte.
Y la muerte es más muerte en un lugar tan apartado del bullicio de la ciudad. Sobre todo en aquellos tiempos.
Vamos a nuestra historia.
El niño tiene unos diez años. Se la pasa jugando todo el día. Bueno, lo que queda después de salir del colegio.
Después de la comida, una siesta. La madre sugería, la abuela obligaba.
En su casa era el padre el que castigaba, pero era la madre la mano que mecía la cuna.
El niño tiene la trompa sucia, llena del chocolate con pan que su madre le da casi todas las tardes. Otras veces es pan con vino y azúcar. Otros tiempos.
El niño silva todo el rato, haciendo extrañas cosas con la boca para no escupir el chocolate.
Cuando va llegando a la casa de su tía, que está al lado de la carretera, ve que hay un revuelo inusual. Mucha gente, unos veinte, se agolpan en la puerta de la casa de su tía.
Viendo sus caras, se da cuenta de que algo no está bien.
Intenta entrar en la casa, pero el muro de gente no le deja. De hecho, le están ignorando. Pero ese niño es cabezón, va a entrar cueste lo que cueste. Empuja sin piedad, como sólo los niños cabezones saben hacerlo, y ocasionalmente encuentra una rendija por la que se cuela.
Una mujer le mira y le dice que no puede pasar, y eso le hace querer entrar con más ganas.
La casa está llena de gente, tanta o más que en la calle, pero ya ve dónde está lo que nadie quiere que vea. Es la habitación de su tía, que tiene una cama grande, de matrimonio, y en ella hay un señor tumbado con la cara llena de sangre.
El niño se queda inmóvil mirando. La gente desaparece y sólo queda él y el desconocido con la cara llena de sangre.
Es una visión aterradora, pero extrañamente serena. Un hombre con la cara llena de sangre.
La sangre, la sangre.
Él ya la había visto antes, pero en formato pequeño, caídas, cortes, labios partidos, pinchazos.
Pero ahí, delante suyo, había un hombre con la cara llena de sangre.
El tiempo se detuvo, y esa sensación fue real. El tiempo se detuvo, literalmente, como él mismo leyó en algunos libros cuando fue adulto.
Y en ese pequeño éxtasis se encontraba, cuando una mano agarró su brazo y lo sacó de la habitación y de la casa en menos de tres segundos.
El niño, ya en la calle, se alejó de la pequeña muchedumbre y se dirigió hacia su propia casa, mientras se acababa el pan con chocolate.
Es otra más de mis historias verdaderas, contadas para vaciarme de energías que no me pertenecen, ahora que ya las he digerido.
No me importa si las crees o no, es tu decisión.
Las cuento para que vuelvan al lugar de donde nacieron.