Eras las siete y treinta de la mañana.
Debajo de ella, sentado sobre el escalón de una puerta, se encontraba ese tipo, un viejo conocido del pueblo, ya entrado en años, saboreando un enorme cigarro de la risa, aunque él no parecía especialmente contento.
A su lado, erguida como la giralda de Sevilla, lucía una imponente cerveza de litro.
Cuando bajé a la calle le eché un vistazo. Era él, sin duda.
No era un amigo, pero ya sabes, en el pueblo nos conocemos todos, y él era uno de esos que andaba igual que yo, que nosotros, pero en otra pandilla.
Era de los que iban a los conciertos, canuto en mano y bebida corriendo entre los parroquianos.
En aquella época todo estaba bien visto, y cuando salíamos de fiesta todos éramos como hermanos. Compartíamos todo. La hermandad del pedo.
Yo nunca pasé de los porros, pero ya entonces había de todo. Quizás me libré por mi propia ingenuidad. Veía corrillos a los que no tenía acceso. Esos desfiles al aseo en los que entraban serios y salían sonriendo.
Y ahí esta él, rodeado de sus dos viejos amigos: la litrona y el porro.
A partir de ese día, no faltó ni uno.
Cada mañana me despertaba ese reloj de humo, infalible, preciso e inmisericorde.
Le miré a la cara muchas veces, cuando regresaba de hacer mi ronda por el pueblo, y siempre le vi ahí, sentado sin cambiar el gesto, serio, pausado, con la mirada perdida, solo...
Alguna vez pensé en hablarle, interesarme por su presente. Pero nunca di el paso. Supuse que quería estar solo.
Así pasaron más de dos meses, y siempre cumplió con el horario; siete treinta, cerveza de litro y porro.
Digo porro, pero en realidad eran varios, uno detrás de otro.
En dos meses y medio creí notar en él un deterioro, cosa que pude corroborar cuando un día me encontré a un viejo conocido y le conté la historia. Él me sacó de dudas. Resulta que hacía medio año le habían diagnosticado un cáncer, y que él se negó a ser tratado.
Buscó su propio tratamiento; seguir haciendo lo que más le gustaba sin que nadie la avasallara con medicamentos que le arruinaran lo que le quedaba de vida. Esto lo estoy suponiendo, claro. Pero me cuadra bastante. No es el primer caso que he conocido.
Yo creo que sus casi setenta años ya eran un condicionante, y él no estaba para experimentos. Supongo que vivió de forma intensa y quiso salir por la puerta grande de sentirse libre de recetas, químicos y cama.
No soy quién para juzgarle.
Un amigo, muy racional, siempre me cuenta aquello de que Steve Jobs murió porque no quiso tratarse con quimio su cáncer. Y le trataba de imbécil.
Yo ahí no llego. Respeto mucho la opinión de cada cual. Tenemos que ser consecuentes con nosotros mismos, y si creemos que el cáncer se cura rezando, pues a rezar...
El reloj de humo me hizo pensar en mi propia vida, en mis decisiones, en mi historia personal, en las cosas que realmente importan.
Sin duda, este relojero eligió los hechos que marcaron su vida, tanto como yo la mía, así que no parecía haber arrepentimiento.
Yo tampoco me arrepiento, pero verlo ahí cada día, marcando los pasos de una agonía evidente, me hizo ser más consciente de lo que significa vivir la vida, con las decisiones que adoptamos, con los caminos que elegimos.
Un día me desperté con el estruendo de su ausencia. No había más humo. Ni cerveza.
Me lo confirmaron enseguida. Había dejado este mundo.
La vida es la gran maestra. Te muestra todo sin obligarte a nada. Te muestra los hechos y deja que tú decidas.
La muerte, una gran lección de vida.