Es tan importante, que cuando llegamos a este mundo nos pasamos nueve meses en el mejor de ellos, el más confortable, seguro, amigable, nutritivo, a prueba de bombas...
De ahí pasamos al segundo más importante refugio; la casa (y por ende, la familia). Tenemos un mal día en el trabajo, nos levantamos tan temprano que se nos cae el alma al suelo. El jefe echa chispas, y para colmo, hace frío y llueve. Me olvidé del paraguas y estoy chorreando.
Pero me acuerdo de mi casa, la ducha, la lumbre o un sucedáneo, quizás una compañera o un amigo... Como te decía, el refugio.
Y en poco tiempo, los problemas se diluyen, aparece la solución.
En casa sanamos, reponemos fuerzas, bajamos la guardia, entramos en calor.
Luego tenemos a los amigos, otro refugio importante. Somos seres sociales, y dentro se encuentra este subgrupo, tan importante como una segunda familia. Es un refugio menos íntimo, aunque esto no es verdad en todos los casos, pero igualmente reconfortante.
Con los amigos nos sentimos respaldados, acompañados. Con ellos nos comemos el mundo, casi siempre verbalmente, aunque también de forma presencial. Con ellos también sentimos ese calor especial, esa libertad que a veces necesitamos.
Así que, en nuestro caminar, mientras hacemos esto tan raro de existir, puede que resultemos heridos en muchas ocasiones, puede que la presión de no saber qué es lo que estamos haciendo aquí nos lleve a preguntarnos para qué sirve esto de ser algo en vez de no ser nada. Y puede que no obtengamos respuestas más allá de algunas conjeturas improbables.
Algunos, hartos de vivir episodios de dolor y separación, buscan refugio en creencias, en dioses que nadie puede probar ni refutar. Rezan y creen porque es lo único que les queda.
Por el mismo motivo, otros buscan refugio en el cinismo, el enfado o en una cadena de pequeños placeres que nunca se acaba. Hasta que se acaba.
Míralo bien, el mundo es maravilloso y hostil. Pero también es verdad que tenemos en nuestra mano torcer la tendencia cuando nos ponemos cabezotas.
Para algunos es fácil medrar, montarse en la vida y subir como la espuma. Se conocen todos los trucos. El coste en muy grande, pues demanda dedicación total, no decaer, levantarse cuando recibimos un golpe, aprender de los errores, no malgastar la energía en batallas imposibles que no llevan a ningún lado.
Subir tanto tiene un coste, que a veces se traduce en trastornos de ego, avidez de poder o la creación de un mundo personal que puede aislar al afectado.
Para otros es fácil caer, dejarse llevar por la pena, el victimismo o el pesimismo. Y eso también tiene un alto costo, porque cuando caes, te caes entero, destrozando tu físico, tu emoción y tu mente. No es fácil remontar, pero si te empeñas, lo puedes lograr.
En medio tenemos el ideal; energía controlada, vigilando que los subidones sean breves y que los bajones sean leves. Mantenerse ahí es todo un logro. Yo, a eso, le llamo sentido común.
Y bueno, si estás en uno de esos grupos de riesgo, si te encuentras desorientado y no llegas a entender lo que ocurre a tu alrededor, si no logras pertenecer a uno de esos clubes en donde la gente se alegra de verte, si has perdido el norte, si hiciste alguna trastada y ahora te das cuenta de que te equivocaste, si le das vueltas a las cosas y cada vez las entiendes menos, si la gente que quieres va desapareciendo y no entiendes por qué, si te han echado del trabajo justo en el momento en que tu mujer te dejó por otro (más joven, más guapo, más interesante, más culto)....
Si ha llegado ese día, recuerda que muy cerca de ti hay un refugio. No te vas a quedar ahí eternamente, porque hay que vivir, antes que nada hay que vivir, amigo mío...
Uno de mis preferidos, cuando lo necesité estaba ahí, es la música.
Ella me cura de todo, me acoge sin preguntar, me lleva a su mundo de infinitos caminos y me recuerda que nunca, nunca estamos solos.
Dicho lo cual, el Capitán Kokorikó enciende su cigarrillo, y dándole unas caladas, se aleja por ese camino lleno de dulce incertidumbre mientras silba aquella bonita canción.....