Alfonso Graña, vecino de Avión, se ganó el respeto de los indios y acabó convirtiéndose en rey de la Amazonia occidental, el único monarca que ha dado Galicia en mil años
Hay estos días en Madrid una polémica sobre la calle del aviador ferrolano Francisco Iglesias Brage. Hay quien quiere quitársela porque fue piloto de Franco. Es un error, en mi opinión, porque su calle no la tiene por lo que hiciese en la guerra -que no fue mucho-, sino por sus récords aeronáuticos en tiempos de paz. Pero, dejando a un lado eso, el caso es que a mí el nombre de Iglesias Brage me ha traído de inmediato a la memoria otro que no sé si tiene calle pero que debería tenerla: Alfonso Graña, también gallego, y con el que Iglesias Brage mantuvo una breve pero importante relación epistolar, como se verá más adelante.
La historia de Alfonso Graña se ha contado muchas veces, pero merece ser recordada porque es una especie de El hombre que pudo reinar de Kipling en una variante ourensana. Este vecino de Avión, hijo del sastre de Amiudal, emigró a Brasil a los dieciocho años, como tantos otros, y fue dando tumbos hasta acabar en Iquitos, en la Amazonia peruana. Para entonces, en la década de 1920, la sofisticada y despiadada capital de los potentados caucheros estaba ya en declive por la competencia del caucho malayo, por lo que Graña decidió internarse en la selva en compañía de un amigo, por lo visto también de Ourense. En un encuentro con los indios jíbaros el amigo resulta muerto, pero Graña sobrevive, al parecer porque la hija del jefe se encapricha de él. A partir de ahí, el ourensano se gana el respeto de los nativos porque no enferma, porque parece inmune a la picadura de las tarántulas y porque cuando atraviesa los rápidos del feroz río Pongo ni siquiera se molesta en amarrarse a la balsa. Resultado: acaba convirtiéndose en rey de los jíbaros huambisa de la Amazonia occidental. El único monarca que ha dado Galicia en mil años.
Cuentan que una vez cada seis meses Graña se dejaba ver por Iquitos para vender caparazones de tortuga, monos y carne curada. Iba con su corte de indígenas, a los que vestía con el frac y el sombrero de copa de la sociedad masónica de la ciudad. Unas veces se los llevaba a tomarse unos helados en las terrazas francesas de los cafés, otras los paseaba en un Ford descapotable que tenía su amigo Cesáreo Mosquera Chousal. Este Mosquera, también gallego, veterano de la guerra de Filipinas, republicano a muerte, peluquero y luego librero, es el cronista de Indias de esta hazaña, que teclea en su máquina de escribir mientras los jíbaros obsequian a sus hijas con las cabezas reducidas de sus enemigos, pequeñas como llaveros...
El reino de Graña no fue imaginario: con el tiempo, incluso el Gobierno del Perú llegó a reconocerle soberanía sobre su parte de la selva, hasta el punto de que cuando la Standard Oil quiso hacer sondeos en la región, tuvo que negociar un tratado con él. Y cuando la República Española proyecte una expedición al Amazonas -el que iba a ser su empeño geográfico más ambicioso- recurrirá también a Graña y Mosquera, que responden con un batiburrillo de informaciones, una especie de enciclopedia epistolar de la selva, medio en castellano y medio en gallego.
Y es ahí donde entra el piloto Iglesias Brage. Él iba a ser el jefe de esa expedición. Pero la guerra civil, precisamente, puso fin a ese sueño. Mosquera, que había vuelto finalmente a España, tuvo que irse otra vez, en esta ocasión como exiliado. Graña ya había muerto en la selva. Su cuerpo no ha aparecido nunca. Eso sí, su dinastía ha perdurado. Creo que un nieto suyo, de nombre Kefren Graña, es el líder de la Federación de Comunidades Wampis de Río Santiago. Y como dice Kipling en la última línea de El hombre que pudo reinar: «Ahí queda la cuestión».