Las actitudes no caminan en línea recta, las opiniones no son una regla de tres, ni simple ni compuesta.
Los hechos aparecen lejos de la exactitud de una ecuación. Y eso ocurre también con los problemas que te encuentras cuando realizas tu mezcla de sonido.
Tú sabes lo que quieres, lo oyes en tu cabeza: una mezcla profunda y nítida, fuerte y detallada, con tu toque personal. Pero cuando te pones manos a la obra, aquí la cosa se complica.
Coges el bombo, y te dices a ti mismo que va a ser el eje de todo lo demás, la base que dé sentido a la contundencia que quieres conseguir.
Ecualizas, sacas esos graves profundos, pero que no dejan baba, que no ensucien y anulen al bajo. En tu cabeza suena espectacular.
Lo comprimes un poco, y ahora un poco más, y ya lo tienes. Suena increíble.
Con la caja, igual, que suene como un cañón, son esa reverb recortada que hará el milagro.
Ya tenemos la batería. Ahora, el bajo.
No te voy a cansar. Ya tienes todo sonando a lo grande, pero te encuentras que cuando todo suena a lo grande, nada suena a lo grande, sino saturado, sin respiración. Si todo está delante nos quedamos sin profundidad. Todo está en guerra por llevarse la atención del oyente.
Cuando se entiende esto, ya has ganado la mitad de la guerra. Nuestra atención no puede ser abusada. Cuando la fuerzas de forma artificial, desconecta.
Eso es un efecto bien conocido por nuestros científicos, pero tú ya lo sabes por experiencia.
Si te pasas llamando la atención, consigues el efecto contrario y empiezas a ser percibido como un pesado.
Que se lo digan a la dirección general de tráfico. Hubo un tiempo en que nos invitaba a la prudencia con anuncios en la tele llenos de sangre, dolor y tragedia. El primero impresiona. El segundo molesta. El tercero ya ha perdido nuestra atención.
Que se lo digan a los que se tatúan el cuerpo. Un tatuaje discreto y bonito nos encanta. La espalda llena nos abruma. El cuerpo lleno, incluidos brazos, piernas y cuello, nos producen casi risa.
Que se lo digan a esos guitarristas (por poner un ejemplo). Un solo a lo Clapton nos emociona. Un sólo a lo Vai, puede que nos flipe. Pero un sólo que se pase tres minutos garrapateando nos produce tedio. Por lo menos a mí.
Es más. Imagina algo más extremo. Imagina una campaña contra el cáncer en la que en cada película, serie, evento deportivo, ministerio de salud, periódico, etc. nos estén dando la brasa a todas horas. La intención será encomiable, pero en dos meses quedaríamos hartos y anestesiados de tanto mensaje en vena. Y es que si te pasas en las formas, puedes conseguir el efecto contrario.
Pero ahora damos un paso más. Imagina que el mensaje siempre llega con apremio, con urgencia, apelando siempre a lo más importante, lo más emocional, y apostando todo a vida o muerte. Bueno, ya te digo yo que eso no hay quien lo aguante.
Para que nos llegue el mensaje necesitamos ser prudentes, decir lo que tenemos que decir de forma clara, sin apelar a la lástima o a la culpa, centrándonos en los aspectos que queremos destacar. Y también encontrar la mejor forma de mostrarlos, en el lugar, tiempo y envoltorio adecuado.
Y, por supuesto, sin agresividad.
Así que, comunicarnos con eficacia conlleva ciertas normas. Porque esas formas nos son comunes a casi todos los mortales. Es una simple cuestión que atañe a cómo nuestro sistema perceptivo funciona de la mejor forma.
Un resumen. Si quieres decirme algo, algo que sea importante, dímelo de forma asertiva, no me machaques ni en el fondo ni en la forma, ni ocupes todo el espacio con el mensaje, ni lo alargues en el tiempo, ni me hagas sentir culpable por no hacerle el caso que demandas.
Despacito. Comedido. Sin agobio.
No me satures, que distorsiono.