Nuestro mundo está viviendo una extraordinaria transformación. Cada día miles de personas prosperan, avanzan, ascienden socialmente, en países emergentes como Brasil, China o India. Suman sus voces, anhelos y esperanzas a una realidad global que hasta ahora los había ignorado.
Aunque se trata de un fenómeno que lleva décadas forjándose, me gusta llamarlo de los “Siete mil millones”. Cifra que marca – de forma arbitraria, claro está – la frontera entre un pasado en el que el hombre blanco ejerció un poder apenas disputado, y un presente mucho más diverso, polifónico, mestizo, plural.
Un mundo este, de los siete mil millones, en el que 6 de los 10 países que más rápidamente crecen están en África. Un mundo en el que la pobreza desciende rápidamente en América Latina mientras que aumenta en Europa y EEUU. Un mundo que tiene como nuevas y pujantes capitales a Shangai, Sao Paulo, Nueva Delhi o Ciudad del Cabo, ya no factorías orientadas a la metrópoli, sino universos en sí mismos.
Y nosotros…
Como continente viejo, acostumbrado a la abundancia y las prerrogativas sociales frente al resto del planeta, Europa se lleva la peor parte de este nuevo orden. Debe renovarse, rejuvenecer, para no perder su sitio. Tiene que adelgazar, recuperar músculo para poder competir.
La gran desventaja que tenemos es que la gente de los países emergentes está hambrienta por progresar, algo que descubro en cada uno de mis viajes, mientras que aquí perdemos demasiadas energías en indignarnos, en patalear – como el niño rico, malcriado –, más que en reinventarnos en base a un diagnóstico amplio de miras y realista de las circunstancias históricas que nos han tocado vivir.
En lo referido a la violencia, que es la razón de ser reflexiva y narrativa de este blog, el mundo de los “siete mil millones” permite vislumbrar escenarios ciertamente positivos para el futuro. La base de esta afirmación es sencilla: mientras más bienestar exista, mientras mejor distribuido esté y mientras más gente disfrute de democracia, acceso a la información y oportunidades reales para hacerse escuchar, participar y prosperar, menores serán las posibilidades de guerras y conflictos armados.
Los arcos de la paz
La idea de que las naciones que se desarrollan económicamente tienden menos a la violencia la esbozó Thomas Friedman en su libro The Lexus and the Olive Tree, publicado en 1999. La llamó “Teoría de los arcos”, pues sostenía que dos países que tuvieran McDonald’s – y clases medias capaces de llevar a sus hijos a consumir Cajitas Felices – difícilmente entrarían en guerra (bueno, en guerra contra la obesidad, pero esa es otra historia).
El conflicto de 2006 entre Hezbolá e Israel, del que fuimos testigos directos en este blog, resultó ser uno de los que puso en cuestión la Teoría de los arcos. Quizás fuera por las críticas que recibió, pero en 2005 Friedman decidió cambiar el nombre y pulir su “Teoría de los arcos” para evolucionarla en “La teoría Dell de prevención de conflictos”. Sí, fuera McDonald’s y dentro Dell, entre otros detalles, como hablar de redes de distribución recíprocas, en hondos vínculos comerciales, más que de restaurantes.
Más allá de los matices, pocos pueden cuestionar que quien vive en libertad, es escuchado y tiene sus necesidades básicas cubiertas, menos proclive será a empuñar un arma. Y el mundo de los “Siete mil millones” se perfila como un lugar en el que habrá mucha más gente con algo perder a manos de la violencia.