SE SUELE CITAR COMO EJEMPLO DE escasa sensibilidad musical la opinión de Kant, que consideraba la música inferior a otras artes como la pintura, porque si el valor del arte está en el alimento intelectual que nos procura, la música, que juega simplemente con sensaciones, ocupa el lugar más bajo entre las bellas artes, pues “va de ciertas sensaciones a las ideas indeterminadas; mientras que las artes figurativas van de las ideas determinadas a las sensaciones. Éstas producen impresiones duraderas, aquélla no deja más que impresiones pasajeras”.
Y pasen estas ideas bastante discutibles. Pero es que Kant añadía: “Además, hay en la música como una falta de urbanidad, porque por la naturaleza misma de los instrumentos extiende su acción más lejos de lo que se desea en la vecindad; ella se abre en cierto modo paso y viene a turbar la libertad de los que no son de la reunión musical, inconveniente que no tienen las artes que hablan a la vista, puesto que no hay más que volver los ojos para evitar su impresión. Se podría casi comparar la música a los olores que se extienden a lo lejos. El que saca de su bolsillo un pañuelo perfumado no consulta la voluntad de los que se hallan a su alrededor y les impone un goce que no pueden evitar si han de respirar, aunque esto haya pasado de moda” (Crítica del juicio, 53).
Devaluar estéticamente la música porque molesta a los vecinos es como negar el valor de Aída cuando se representa en la Arena de Verona y se impone a la escucha involuntaria de los que viven en los alrededores. Con todo, Giuseppe Verdi aparte, yo que vivo en una zona de Milán donde con cualquier festividad se organizan conciertos de rock que duran hasta la madrugada, empiezo a pensar que Kant llevaba algo de razón.
Es bastante normal que uno no se lea inmediatamente las publicaciones que le llegan, porque no se puede leer todo enseguida (y, por otra parte, leí La Ilíada casi tres mil años más tarde), así que he llegado con algunos meses de retraso a la lectura del número 43 de la revista Nuovi argomenti, que se abre con una especie de diario del poeta Valerio Magrelli. En un cierto punto, Magrelli cita positivamente el fragmento de Kant porque, afirma, hay una música que se elige y otra que nos imponen los demás. “Se trata de dos fenómenos antitéticos. El primero representa uno de los alimentos más exquisitos que se hayan concedido a la especie humana, mientras que el segundo es un simple delito. Uno es una gracia que elegimos, el otro un castigo recibido”. Y al principio de su diario, Magrelli anota que hay “dos materiales cuyo abuso está destrozando la ecología del planeta: plástico y música”.
Por lo que se refiere al plástico, no necesitamos ejemplos; aunque tiene un defecto más con respecto a la música, porque los sonidos, como es bien sabido, vuelan y se dispersan por los aires, mientras que el plástico permanece por los siglos de los siglos. Para la música basta pensar hasta qué punto nos persigue en los aeropuertos, en los bares y restaurantes, en los ascensores, en el estudio del fisioterapeuta con un horroroso estilo New Age, en los sonidos de los móviles que a bordo de los trenes difunden en todo momento Para Elisa o la Sinfonía 40 de Mozart (que también acompaña machaconamente cualquier evento televisivo), y peor aún, la música nos asusta cuando, sin oírla, la adivinamos en los oídos obsesionados y atronados de los descerebrados que pasan a nuestro lado con un auricular clavado en el tímpano, incapaces de caminar, pensar, respirar, sin tener un estruendo como ángel de la guarda. Antaño decidíamos escuchar música y encendíamos la radio (operación que requería un esfuerzo manual), o elegíamos un disco (operación que requería también una reflexión intelectual y una elección de gusto), o nos vestíamos bien e íbamos a un concierto, donde ejercíamos nuestra capacidad de discernimiento entre una buena o una modesta ejecución, o podíamos decidir que amábamos a Bach y odiábamos a Scriabin. Ahora, muchedumbres de jovencitas con el ombligo al aire y de jovencitos con pelos tiesos roban música con el computador para intercambiársela y escucharla todo el día, y cuando van al concierto o a la discoteca no es para degustar sino para aturdirse y, olvidadas las sutilezas del pedal, más que música absorben ruido. Claro que en el tren el auricular lo llevan también muchos adultos embrutecidos, incapaces de leer el periódico o de mirar el paisaje.
Si en todos los carteles publicitarios se repitiera la Mona Lisa, la Mona Lisa se volvería fea y obsesiva. Pero (y entonces tenía razón Kant) nuestro intelecto se daría cuenta y protestaríamos. Con la música, en cambio, no: vivimos en ella como en un baño amniótico. ¿Cómo recuperar el don de la sordera?
* Novelista y semiólogo italiano, autor entre otras novelas de ‘La misteriosa llama de la reina Loana’, ‘Baudolino’, ‘El nombre de la rosa’ y ‘El péndulo de Foucault’.