Lo Que Bailamos Tú y Yo (Capitán Kokorikó)
Subido por Capitán kokorikó el 26/02/2023
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Descripción
EL DISPARO DEFINITIVO
Su cuerpo de plomo intenta abrir los ojos de plomo. No puede.
Y aquí, entre las sábanas de plomo, se esfuerza por recordar cómo ha llegado del color al blanco y negro.
Por su cabeza pasan las imágenes del chaval que fue con veinte años, saltándose todas las normas, las formas y los semáforos en rojo, armado con aquella vieja réflex de segunda mano. Recuerda su paso por algunas revistas libertarias mientras la policía le hace fotos en comisaría, qué ironía.
Con treinta se fue a la guerra, y así, en salvaje exposición, captó con ojo clínico todo el dolor derramado. Cuando volvió ya era otro. Había sufrido y llorado, y la muerte le dio permiso para ver más allá de lo aparente.
La sangre imparte su curso acelerado.
Sus fotos ganaron premios; él, fama y dinero.
Se casó y tuvo hijos, sentó el culo y fue contratado por un importante medio.
Pero aquella salvaje rutina le dejó peor que la propia guerra.
Su mujer le escribió una carta deseándole lo mejor. En ella le da las gracias y le deja el número de cuenta en la que debe ingresar cada mes.
El médico le ha recetado pastillas para la depresión. Esta mañana va a ser definitiva. Aún no ha salido el sol, buena hora para tomar decisiones.
Llega al puente aún de noche. Desde allí obtiene una visión completa de la ciudad. Sentado espera los primeros rayos.
Y ahora sí, llega el momento. Su mano busca en la mochila. El roce de la piel con el metal le eriza los pelos de la nuca. No puede fallar, el disparo ha de ser perfecto.
El escenario adquiere ese raro equilibrio que los fotógrafos buscan. Luces y sombras compitiendo.
Apunta cuidadosamente.
No le tiembla el pulso.
Dispara.
Y obtiene la mágica imagen que da a su vida un nuevo impulso, el definitivo.
Su cuerpo de plomo intenta abrir los ojos de plomo. No puede.
Y aquí, entre las sábanas de plomo, se esfuerza por recordar cómo ha llegado del color al blanco y negro.
Por su cabeza pasan las imágenes del chaval que fue con veinte años, saltándose todas las normas, las formas y los semáforos en rojo, armado con aquella vieja réflex de segunda mano. Recuerda su paso por algunas revistas libertarias mientras la policía le hace fotos en comisaría, qué ironía.
Con treinta se fue a la guerra, y así, en salvaje exposición, captó con ojo clínico todo el dolor derramado. Cuando volvió ya era otro. Había sufrido y llorado, y la muerte le dio permiso para ver más allá de lo aparente.
La sangre imparte su curso acelerado.
Sus fotos ganaron premios; él, fama y dinero.
Se casó y tuvo hijos, sentó el culo y fue contratado por un importante medio.
Pero aquella salvaje rutina le dejó peor que la propia guerra.
Su mujer le escribió una carta deseándole lo mejor. En ella le da las gracias y le deja el número de cuenta en la que debe ingresar cada mes.
El médico le ha recetado pastillas para la depresión. Esta mañana va a ser definitiva. Aún no ha salido el sol, buena hora para tomar decisiones.
Llega al puente aún de noche. Desde allí obtiene una visión completa de la ciudad. Sentado espera los primeros rayos.
Y ahora sí, llega el momento. Su mano busca en la mochila. El roce de la piel con el metal le eriza los pelos de la nuca. No puede fallar, el disparo ha de ser perfecto.
El escenario adquiere ese raro equilibrio que los fotógrafos buscan. Luces y sombras compitiendo.
Apunta cuidadosamente.
No le tiembla el pulso.
Dispara.
Y obtiene la mágica imagen que da a su vida un nuevo impulso, el definitivo.
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