Yo me Voy con mi Mamá, un canto a la emancipación (Capitán Kokorikó)
Subido por Capitán kokorikó el 27/10/2024
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Descripción
EL PRETENDIENTE
Isabel, cuarenta y muchos, trabaja en la misma empresa de secretaria desde hace tropecientos años, se acicala, más con devoción que con esmero, ante el espejo ajado de su viejo cuarto de baño.
Nada queda al azar; ni los ojos, ni los labios, ni su pelo repeinado. Desodorante barato en los sobacos, medias con carreras y vestido ajustado embutido en su magro cuerpo, con su tocino.
Dos horas después, antes de acudir a la gran cita, se mira en ese espejo que tiene de cuerpo entero. Ella se ve como una señora interesante. Seguro que algún idiota diría que parece una puta de Montera. Allá ellos.
Casi no puede ni andar a causa de su apretura. Se mueve como una muñequita mecánica y sonríe a todo el que viene de frente.
Tres minutos tarda en entrar al taxi. La faja le va a estallar si no tiene en cuenta el milímetro que le queda de holgura.
El hombre, esa promesa tardía que le espera sentado en la mesa del restaurante, ya va por la cuarta cerveza. Ella sonríe y él la invita a sentarse. El hombre le devuelve una sonora carcajada, y esto, que a otra mujer le hubiese puesto en alerta, a ella le pareció divertido.
Piden la cena. Él se infla, ella se reserva, pero ante la insistencia del simpático gordito, tiene que tomarse un quinto. El milímetro se estrecha. También el viejo, casi sesenta, acorta distancia a fuerza de labia y chascarrillo.
El hombre come deprisa mientras ella esconde la barriga. Y para no parecer estrecha, por lo menos en esta primera cita, accede a tomarse una copa. Luego otra, a partir de la cual ya no usa el autoengaño. Ella sabe a dónde quiere llegar el señorito.
Por si hubiese alguna duda, ese hombre borracho y desagradable le sugiere ir, más pronto que tarde, a tomar la última copa en su casa. Ella hace varios decenios que no usa su cuerpo para nada más que sujetar el poco espíritu que aún le queda, pero sospecha que una negativa puede acabar con su deseo de vivir acompañada en este tramo tan duro de la vida.
Y es que no hay opción. O eso, o nada.
¡Ay! Isabel, el carmín se te está corriendo, como le ocurre al hambriento que tienes enfrente. Por eso pienso que tienes suerte cuando, al levantarte de la silla, desaparece lo que queda del milímetro. La faja no resiste, tiene más sentido común que tú. La carne se desparrama, el calor desata un vómito violento, el hombre se aparta de la mesa y la vuelca sobre ti.
¿Quieres más pistas?
A Isabel se le enciende una diminuta bombilla. Se quita los zapatos de maniquí y sale huyendo. Ha perdido una oportunidad de oro para vivir el resto de su vida en infernal compañía.
Isabel, cuarenta y muchos, trabaja en la misma empresa de secretaria desde hace tropecientos años, se acicala, más con devoción que con esmero, ante el espejo ajado de su viejo cuarto de baño.
Nada queda al azar; ni los ojos, ni los labios, ni su pelo repeinado. Desodorante barato en los sobacos, medias con carreras y vestido ajustado embutido en su magro cuerpo, con su tocino.
Dos horas después, antes de acudir a la gran cita, se mira en ese espejo que tiene de cuerpo entero. Ella se ve como una señora interesante. Seguro que algún idiota diría que parece una puta de Montera. Allá ellos.
Casi no puede ni andar a causa de su apretura. Se mueve como una muñequita mecánica y sonríe a todo el que viene de frente.
Tres minutos tarda en entrar al taxi. La faja le va a estallar si no tiene en cuenta el milímetro que le queda de holgura.
El hombre, esa promesa tardía que le espera sentado en la mesa del restaurante, ya va por la cuarta cerveza. Ella sonríe y él la invita a sentarse. El hombre le devuelve una sonora carcajada, y esto, que a otra mujer le hubiese puesto en alerta, a ella le pareció divertido.
Piden la cena. Él se infla, ella se reserva, pero ante la insistencia del simpático gordito, tiene que tomarse un quinto. El milímetro se estrecha. También el viejo, casi sesenta, acorta distancia a fuerza de labia y chascarrillo.
El hombre come deprisa mientras ella esconde la barriga. Y para no parecer estrecha, por lo menos en esta primera cita, accede a tomarse una copa. Luego otra, a partir de la cual ya no usa el autoengaño. Ella sabe a dónde quiere llegar el señorito.
Por si hubiese alguna duda, ese hombre borracho y desagradable le sugiere ir, más pronto que tarde, a tomar la última copa en su casa. Ella hace varios decenios que no usa su cuerpo para nada más que sujetar el poco espíritu que aún le queda, pero sospecha que una negativa puede acabar con su deseo de vivir acompañada en este tramo tan duro de la vida.
Y es que no hay opción. O eso, o nada.
¡Ay! Isabel, el carmín se te está corriendo, como le ocurre al hambriento que tienes enfrente. Por eso pienso que tienes suerte cuando, al levantarte de la silla, desaparece lo que queda del milímetro. La faja no resiste, tiene más sentido común que tú. La carne se desparrama, el calor desata un vómito violento, el hombre se aparta de la mesa y la vuelca sobre ti.
¿Quieres más pistas?
A Isabel se le enciende una diminuta bombilla. Se quita los zapatos de maniquí y sale huyendo. Ha perdido una oportunidad de oro para vivir el resto de su vida en infernal compañía.
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