Lidia Falcón Artículos
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QUE PASA CON NUESTROS PRESOS
El juicio que se ha celebrado por el motín de la prisión de Quatre Camins ha dejado
escapar, como el vapor de una caldera hirviendo a punto de estallar, algunas
manifestaciones de los acusados que deberían preocuparnos, si nuestra sensibilidad y
conciencia no están completamente anestesiadas. Los organizadores del motín
explicaron que se habían concitado para matar al subdirector por los constantes abusos
que padecían: palizas, encierros, falta de comida, de ropa, de higiene, escasa atención
sanitaria y ninguna escuela. No me pareció que ni el fiscal ni el juez estuvieran
impresionados por ese relato, con mucha seguridad ni lo escucharon ni lo creyeron y
supongo que no influirá en la sentencia, y, lo que es peor, ni siquiera motivará una
inspección para averiguar lo que haya de cierto en esas denuncias.
Desde hace medio siglo conozco las prisiones españolas. Antes incluso de que me
licenciara en Derecho, por tener que visitar a amigos y familiares encarcelados a causa
de su lucha contra el franquismo, y muy poco después, como abogada de oficio, conocí
las miserias de la vida carcelaria de los delincuentes comunes. Durante muchos años
tuve que visitar dos o tres veces por semana la siniestra Cárcel Modelo; más tarde,
Torrero en Zaragoza, el horrendo penal de Burgos, Ocaña en Castilla, Jaén, Granada. La
Trinidad de Barcelona y Yeserías en Madrid fueron mi residencia en los años 1972 y
1974, que inspiraron mi libro “En el Infierno”. Y en todas pude constatar los malos
tratos que padecían los presos y las presas, abandonados a la arbitrariedad del director y
de los funcionarios. Dependiendo del nivel de sadismo de éstos, los internos podían
comer solo bazofia o adornarla con una oblea de jamón en dulce, tenían asistencia
médica o no, disponían de medicamentos o no, soportaban palizas y aislamientos o sólo
gritos e insultos, poseían algún medio de calentarse o se helaban en invierno, recibían
algunas clases o permanecían abandonados en el patio quince horas al día. Transcendió
fugazmente al conocimiento público el nivel de violencia en el interior de las prisiones
cuando Salvador Rueda fue asesinado por los funcionarios de Carabanchel, y se olvidó
enseguida.
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