Pero ya te digo yo que son, ni más ni menos, seres humanos como tú y como yo.
Que sienten, aman, trabajan, piensan, respiran y se equivocan igualito que tú y que yo. Incluso son capaces de matar, of course.
Pero hoy vengo a contar un trozo de realidad, en forma de mujer, que se ha cruzado en mi vida por segunda vez.
La primera fue hace veinticinco años.
Llaman a la puerta, y me encuentro a una niña de catorce años que se quiere comer el mundo.
Me quedo alucinado. Saca un cigarrillo y me cuenta su historia de carrerilla. Quiere ser cantante, y ha oído que lo mismo le puedo hacer alguna prueba.
Si te digo la verdad, me dio un poco de yuyu.
Ella venía vestida para matar, pantalones muy ajustados, escote interestelar, modales comehombres, el cigarro, la actitud.
Yo me centro en el contenido, aunque sea difícil, y le digo que lo mejor es oír y valorar.
Ella canta lo mismo que es.
Su voz es potente, aguda, decidida, descarada.
Pero desafina como una cosaca. No es un desafine que dé risa por lo evidente, sino más bien algo que aparece al final de las frases, como un disparo que llega a la diana, pero en el último momento se desvía.
Y así, una y otra vez.
En cinco segundos entendí qué estaba mal en aquella voz, aquella chica. Y no creas que era por mi inteligencia o sagacidad. Era por la evidencia abrumadora. Ella desafinaba con la voz y con la totalidad de su ser.
Allí sentados le dije, con medida tranquilidad, lo que había. Lo hice tratando de ser constructivo.
Tienes una voz potente, con personalidad y decidida. Si te trabajas la afinación, puedes llegar donde quieras.
Lo que te falta es trabajo, esfuerzo, constancia.
Ella me miró de arriba hacia abajo. Me dio las gracias y se fue.
Veinticinco años después nos topamos de frente en plena calle y me llamó por mi nombre. El suyo me surgió también de repente. Me invita a tomar un café.
Ahora es una metralleta. Habla sin parar, sin tomar aire, con urgencia.
Y viste igual: pantalón muy ajustado, ligeramente maquillada, mostrando generosamente la mitad de sus pechos.
Lo primero que me cuenta es que está trabajando como loca, en casa, de freelance. Cosas de fibra.
Ya no canta, pero toca el piano.
Lleva un tiempo separada de un hombre de cincuenta y pico. Coca y tal y tal...
Tiene una deuda de cuarenta mil euros. Factura seis mil al mes, pero no le llega casi ni para comer.
Vive con una tía suya, y está en esta mierda de pueblo hasta que pueda remontar, y así largarse a una buena ciudad. Ella es de gente, de cháchara y ventas.
Me quiere vender algo. Primero una línea. Pero ya estoy servido. Ella insiste en que su oferta tumbará lo que tengo, pero lo vemos y no es posible.
Luego me quiere vender unos auriculares por ochenta euros. Nuevos son ciento veinte. Ya tengo, le digo. Pues algo te voy a vender, me suelta como si fuese algo gracioso. Y solo llevamos diez minutos sentados, después de veinticinco años.
Yo apenas llego a soltar algún monosílabo, sí...claro...vaya...no me digas...
Su boca es una metralleta que no conoce descanso.
Ella sabe que yo sospecho, así que se me adelanta para asegurarme que no consume nada, que aquello ya pasó.
Me cuenta que pasó dos años tomando once pastillas diarias. No quiero aburrirte, pero el objetivo era bajarle la velocidad.
No sé si lo consiguieron entonces, pero ahora está en plena forma.
Yo quedé agotado sólo por escuchar.
Bueno, me dice, me tengo que ir, que tengo que ver a gente, pero te llamo y seguimos hablando. Claro, claro, dame un toque cuando quieras.
Me levanto para irme, la acabo invitando.
A las dos horas me llama. Nos vemos porque quiere comentarme algo.
Está a punto de cobrar algunas cosas, pero mientras tanto se ha quedado sin nada. Tiene la voz tomada, quiere comprar algo para la garganta. Sería genial si me pudiese dejar lo que sea, diez o veinte euros para pasarme por la farmacia.
Te los devuelvo el miércoles que viene.
Miro en mi billetera, saco diez y se los doy. Muchas gracias, gracias, gracias...
Cuando se va, ella deja un rastro, como los caracoles. Pero no es un camino dorado. Son casquillos de bala.
Balas de metralleta.