Yo creo que si le falta algo de razón, ...
La agricultura ganadería, ... recibe subvenciones, porque hay muchos países con mano de obra tirada, ¿ que hacemos ? , eliminamos todo, y compramos a los países mas baratos, aunque sea comprar a otros países que no respetan nada de nada , o simplemente suponga eliminar la única energía que tenemos en España.
Despues de Fukushima. ... lo de la energía mas limpia, me suena un poco flojuno, dejémoslo en casi.
Gustavo Bueno _ 1991, ya paso tiempo, pero es interesante, pongo unos trozos, mejor leerlo entero.
http://www.fgbueno.es/hem/1991g30.htm
Pero todos estos nombres –competitividad, rentabilidad, productividad– que nos son ofrecidos como expresión de los resultados de una deliberación científicamente meditada dentro de una madura prudencia política de largo alcance, son sólo nombres ideológicos que encubren siniestros derroteros, de los cuales acaso ni siquiera están críticamente conscientes los responsables del «Plan de Futuro», precisamente porque, desde un estado de «falsa conciencia», estiman que sus planes son sensatos, racionales y prudentes.
Y, sin embargo, lo que llaman competitividad no es sino un modo de designar su capitulación ante los criterios industriales y económicos impuestos por las potencias hegemónicas europeas y mundiales; lo que llaman rentabilidad es tan sólo una reducción de los problemas sociales, políticos y culturales, a términos contables, de cuentas de resultados; lo que llaman incremento de la productividad no es sino un eufemismo para disimular la reducción de empleo, puesto que el incremento de la productividad no va acompañado en el Plan, por el incremento de la producción.
Por eso, lo que llaman racionalidad económica es precisamente el nombre de la mayor irracionalidad imaginable en el terreno de la economía política. Es la aplicación de la mentalidad abstracta, de un contable –del que mide los procesos económicos en términos de balance de la cuenta de resultados o del monto de una recaudación de impuestos– a la economía política. Porque la economía nacional, no es un proceso que pueda ser pensado en abstracto, aislado, como si fuese un proceso formal; la economía es siempre material, es la economía de algo concreto, y no una economía abstracta y parcial. ¿Qué sentido puede tener pretender racionalizar en abstracto la economía del carbón, aumentando la productividad formal, medida en kilogramos/hora de carbón extraído por persona? Esta medida es abstracta y formal porque la productividad real está en función principal de la disposición geológica de las cuencas y, por eso, sería absurdo comparar la productividad de Asturias, así medida, con la productividad de Francia o de Alemania, o de los países con grandes explotaciones a cielo abierto. Sería como pretender comparar la productividad en la construcción (según carril/hora o kilómetro/hora) de nuestras vías férreas o autopistas, que discurren por terrenos increíblemente montuosos, con la productividad de la construcción de ferrocarriles o autopistas en la gran llanura francesa. Por eso, si tenemos en cuenta, pasando de lo abstracto a lo concreto, de lo formal a lo material, la relación de los kilogramos de carbón extraídos por persona y hora con la disposición del terreno del que se extraen, acaso hubiera que concluir que nuestra productividad es aún mayor que la de muchas empresas europeas y que nuestra batalla por la obtención de energía es aún más dura. Pero las fuentes de energía, distribuidas de un modo desigual, constituyen, sin embargo, patrimonio común, de Europa, por no decir de la humanidad. Las fuentes de energía son escasas, y por ello no se pueden menospreciar, por razón de la dificultad de su explotación, donde quiera que se encuentre. Y esto deben saberlo en el Mercado Común, si es que éste habla en nombre de Europa y no de quienes tienen el carbón más fácil.
La economía política es tanto política como económica. En nuestros días, están desmoronándose muchos de los planteamientos de la economía política del Este; pero no porque los planteamientos alternativos, los de la llamada economía libre de mercado, sean expresión de la economía pura. Detrás de esta economía libre de mercado están actuando poderosos grupos multinacionales y Estados también poderosos que, además, están entre sí, muchas veces, en conflicto permanente.
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Insinúa que la comunidad europea exige estas medidas de racionalización, con todas las reducciones que ello implica; y que, como desde el punto de vista exclusivamente económico, Hunosa no es viable, por ello la reducción está justificada, no se le puede seguir subvencionando con sesenta mil millones anuales de pesetas. La subvención, se dice, se hará a lo sumo por motivos sociales, es decir, por una suerte de beneficencia que habrá que considerar antieconómica e irracional, desde el punto de vista «exclusivamente económico».
Pero estas justificaciones son totalmente erróneas, y más aún, me atrevo a decirlo, ridículas, por no decir terroríficas: es terrible, en efecto, constatar la falta de rigor conceptual de los expertos economistas que han debido redactar el «Plan de Futuro».
Ante todo, es totalmente erróneo decir que la Comunidad Europea exija una reducción de la producción y del empleo. Ha recomendado la reducción de subvenciones, pero las tolera, hasta el punto de que en 1988 Bélgica ha subvencionado con 60.102 pesetas la tonelada de carbón; Alemania, con 13.601 pesetas; Francia, con 19.837; mientras que España, con 7.393 (sólo el Reino Unido, con 510 pesetas). Sin embargo (y lo reconoce la propia Memoria de Hunosa), la demanda de carbón se ha incrementado a raíz de la crisis energética del petróleo y de la energía nuclear. El Plan mismo reconoce que España es un país deficitario de carbón, que importa el 34 por ciento de su consumo, medido en términos energéticos: esto lo dice la misma Memoria. En 1989, de hecho, se importaron cuatro millones de toneladas de carbón siderúrgico (de Estados Unidos, sobre todo) y 6,5 millones de toneladas de carbón térmico (de Sudáfrica, sobre todo). También reconoce el Plan, por último, que Hunosa no tiene dificultades a la hora de dar salida comercial a sus productos.
Entonces, ¿por qué esa reducción tan violenta, que en tres años pretende hacer lo que en otros países se ha hecho en más de quince (y aquí el ritmo de la reestructuración es esencial, porque en él reside la posibilidad de una transformación efectiva)? La respuesta está sin duda en esta proposición que me atrevo a calificar de ridícula: que «desde un punto de vista exclusivamente económico, Hunosa no es viable». Pero, ¿qué puede querer decir «exclusivamente económico»? Es como si un médico dijera, refiriéndose a un cuerpo viviente: «desde un punto de vista exclusivamente viviente, no corpóreo, este organismo está enfermo». Pero un viviente no corpóreo es un ángel. ¿Acaso los redactores del Plan de Hunosa están pensando en una economía formal, pura, es decir, angelical? ¿No hemos dicho que este pensamiento es una necedad, porque toda economía es material, no formal, porque toda economía es política?
Pero hay más: la fórmula «exclusivamente económica» no sólo es insensata, sino contradictoria, y prueba demasiado. Porque si todo lo que sea subvencionar la producción debe ser considerado al margen de la pureza económica, que es, al parecer, lo que se busca, entonces, ¿por qué limitarse a reducir los 52.864 millones de subvenciones a 50.605 millones? Habría que retirar también estos 50.605 millones, es decir, cerrar las Cuencas. Este sería un proceder «económicamente puro». Pero entonces también debieran cerrarse las cuencas de los restantes países de la Comunidad Europea. Y si se dejaba de producir carbón, por no ser rentable en términos económicos de cuenta de resultados (de resultados monetarios), lo que se estaba es haciendo economía pura, pero sólo respecto del carbón europeo (una economía tan pura que dejaba de existir), pero muy impura por respecto del petróleo, del gas natural, o del carbón americano.
No, el carbón, en general, como la energía, en general, no es que no deban, es que no pueden ser tratados en términos exclusivamente económicos. El carbón, como el petróleo, está inserto en un sistema industrial, social, en una cultura dada a un nivel histórico determinado y no puede separarse de ningún modo de ese sistema; la separación es tan sólo una apariencia para quien está operando instalado en otro sistema. Y esto es así porque el valor de cambio que puede incorporar un producto está siempre en función del valor de uso. Si el petróleo del Golfo Pérsico tiene valor de cambio es porque está en función del uso que de él hace la industria, las centrales térmicas, los automóviles, es decir, todo un sistema social y cultural (el petróleo, en el contexto de las culturas árabes tradicionales, nada valía, ni tenía valor de uso, ni de cambio, ni siquiera existía, porque aquellas culturas no podían siquiera extraerlo, si es que lo conocían siquiera).
Pero el carbón, y el carbón de Asturias, es también una fuente de energía insustituible, la única fuente nacional de energía de que España dispone.
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Y no se quiere decir con esto que defendamos el carbón, por una especie de nostalgia, como una «seña de identidad» asturiana. Sería absurdo, porque sabemos que los recursos carboníferos son finitos, y que dentro de doscientos, de cien años, y algunos dicen que menos, las minas se agotarán, y no vamos a ser tan pesimistas como para creer que Asturias no va a sobrevivir al carbón de sus cuencas. Lo que ocurre es que la identidad de la que hablamos hay que concebirla como una identidad viviente, dinámica, cuyos contenidos puedan transformarse los unos en los otros, y en otros que deseamos mejores; y no como una identidad fijista, que nos constriña a formas de identidad esclerosadas.
De lo que se trata es de no cambiar la identidad actual por otra identidad más vil, de no convertir a Asturias en un bosque de eucaliptos para fabricar pasta de papel.
Y, cerrando las minas, que van, sin duda, a agotarse, cerrándolas antes de tiempo, nos condenamos a no poder desarrollar nuestra identidad viviente en formas históricas más elevadas. Porque es preciso apoyarse en lo que tenemos seguro y positivo para poder, desde allí, prepara la transformación.
Pero la competitividad no es una relación abstracta, impersonal, que pueda establecerse desde una «quinta dimensión»; la competitividad define un escenario darwiniano, de lucha por la vida, y de selección natural, en el que sólo los más fuertes, o los mejor situados, podrán sobrevivir. Ahora bien, lo que tenemos que saber es que esta lucha ha comenzado ya, y en situación favorable para alguno de los contendientes, en el momento de haberse fijado los criterios mismos de selección, de competición. Y el gran peligro es que estos criterios de competitividad nos hayan sido impuestos por Alemania o por Francia, por ejemplo, en nombre de la Comunidad Europea.
Una competitividad que, por ejemplo, obligará a preferir envases franceses, interrumpiendo la producción de leche en Asturias, y a interrumpir la producción del carbón (inundados por el carbón de Estados Unidos o de Sudáfrica), es una competitividad que pone en peligro nuestra propia existencia, una competitividad que ha sido calculada precisamente pidiendo el principio, es decir, suponiendo que nosotros ya no existimos: no existiendo los otros serán más competitivos, desde luego, porque nos habrán arrasado en nombre de una Europa fantasma.
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http://www.fgbueno.es/hem/1991g30.htm