El día más feliz de mi vida
Subido por Cuentos Musicales el 09/08/2014
Descripción
Hay días terribles en que crees que lo has perdido todo, y de repente, sin sospecharlo, ese mismo día, que parecía tan oscuro, te acuestas pensando que eres el hombre más feliz del mundo.
Hoy me he levantado muy temprano. Mi hijo no quería venir conmigo. Teníamos que recorrer sesenta kilómetros para trabajar por la mañana y luego, el resto del día, podíamos ir a la playa. Pero mi hijo no quería venir conmigo. El día anterior había quedado con unos amigos y su cara lo demostraba todo.
No había forma de levantarlo, arrastraba los pies por toda la casa, murmuraba y se hacía tan lento que el tiempo pasaba muy deprisa. Ya llegábamos tarde al coche que iba a recogernos.
La mañana resultó agotadora y mi hijo se fue a la playa con mi hermano. No iba de buen humor, simplemente se dejaba arrastrar. El día era caluroso y trataba de atender a los clientes con simpatía aunque me resultaba imposible. Comimos y dimos una vuelta por un centro comercial. Su andar era triste, sus ojos eran tristes. Cuando mi hijo se encuentra así quisiera ser una mosca, un saltamontes, cualquier animal que no siente fuera de su propia piel. Es increíble cómo el daño se transmite de unos cuerpos a otros. El otro día observé a un gorrión que fingía volar mal, casi caía al suelo antes de reemprender el vuelo, y piaba como un loco desesperado. Todo para llamar la atención de los gatos que viven en el jardín comunitario frente a mi ventana con tal de apartarlos de una cría que había caído. Sólo los despistó durante unos segundos. No puedo imaginarme el dolor en ese pequeño corazón contemplando una escena tan terrible. A veces pienso en mi hijo muerto en un accidente, tratando de imaginar qué sentiría yo. Exploro los rincones más terribles de mi mente.
Al llegar la tarde me fui con él a la playa hasta que llegara la hora de volver a las once de la noche, de nuevo a casa, tras un día donde él estaba sufriendo, y yo también. Nos montamos en la barca que estaba casi vacía de aire porque el inflador se había roto y nos dirigimos hacia un sitio que a él le gusta. Es un buen rato usando los brazos para llegar. El agua estaba cristalina, y braceaba diciéndome que cambiaría el color de ese día a cualquier precio. Pasamos por una zona de piedras cubierta de erizos y anémonas, los peces cruzaban bajo la barca y yo los perseguía señalándolos. El agua estaba tan calmada que sólo las pequeñas olas de algunas barcas lejanas ondulaban la superficie de cuando en cuando y eso le arrancaba una sonrisa. El motor de mi hijo estaba entrando en calor, se apasionaba poco a poco. Yo procuro señalar todo lo que hay de interesante, sobre todo las cosas pequeñas. Amo las cosas pequeñas. Alargo el brazo y saco algunos cangrejos ermitaños. Cuento por enésima vez la historia de los cangrejos ermitaños. Sé que le gusta.
Seguimos navegando. No digo cuánto me duelen los brazos. Ha pasado más de media hora hasta que llegamos al espigón que hay que doblar para llegar a la playa de las piedras. Es un trozo de playa cubierto de rocas verdes por las algas que dura sólo unos metros y luego se convierte en una arena dura que le encanta. El agua desciende muy lentamente y se puede andar viendo cosas maravillosas sin que llegue más que a las rodillas. En cuanto estamos llegando salta de la barca y yo cojo un pepino de mar. Es un animal sumamente extraño. Nunca había querido tocarlos. Hasta hoy. Hoy había que hacer cualquier cosa.
Lo saco y lo coloco sobre la barca. Al verme con él decide tocarlo él también y descubrimos que apretando un poco su abdomen surge un chorro de agua. No sabemos cuál es su boca y cuál no. Nos reímos con eso. Ya fuera de la barca andamos y descubrimos un banco de peces enorme. Los seguimos un momento y entonces, sobre la superficie, dos peces aguja muy pequeños van de un lado a otro. Son maravillosos. Finos y brillantes, casi transparentes con un alma verdosa. No se separan el uno del otro y dejamos de perseguirlos para que no se pierdan. No queremos que ninguno esté solo.
Pero me digo que no es suficiente.
Entonces mi hijo se va buscando algo cerca de mí y yo veo que una pareja de jóvenes rusos señala algo bajo el agua. Estamos sobre un suelo de rocas redondeadas con algas verdes y marrones. Es muy difícil andar. De pronto, algo me dice que allí está la maravilla que estaba buscando. Me acerco y les pregunto qué están viendo. Entonces me señalan y veo, como una más de las rocas, una que está viva, enroscada sobre sí misma, alerta. ¿Es posible que exista un Dios que me estuviera contemplando, que supiera qué mínima tragedia estaba sucediendo desde aquella mañana, y pusiera ante mis ojos la oportunidad de rehacerla, de convertirla en algo maravilloso?
Acerco mis manos al pulpo, que es tan pequeño como la palma de mi mano, y sale disparado hacia la derecha, suelta chorros de tinta, y se esconde entre las rocas. Reacciono en un instante, lo persigo y levantó una piedra más grande donde se ha refugiado haciéndome sangre en la mano. Mi hijo, que se había acercado, me pregunta qué es ese borrón de arena que se mueve. Cuando saco la mano el pulpo está rodeando mis dedos.
Pronto lo separo y lo dejo entre sus manos. Sé que su corazón está temblando, sé perfectamente cuánto tiempo ha deseado que llegara ese momento. No hemos parado de hablar de ello desde hace años. Le he contado mil historias sobre pulpos de cuando yo era pequeño, como es él ahora, y sé que ha revestido con esas historias una idea voluble que es un maniquí inexistente donde ha ido situando cada una de ellas como partes de un vestido extraño y lujoso. Sólo imaginando. La imaginación es el juguete más valioso que posee un niño. Cuando se pierde ya se ha perdido todo. Mi hijo aún la tiene intacta. Su imaginación aún se encuentra concentrada en un océano tan pequeño que cada gota de agua es una nueva maravilla.
Hemos pasado más de una hora con el pulpo. Lo hemos dejado sobre una cárcel de piedras en la orilla. Ha sujetado su cuerpo dejándose contagiar por la suavidad de sus tentáculos, por la sorprendente fuerza de sus ventosas, ha observado detenidamente cada una de sus partes más curiosas, los dos tubos que propulsan agua, sus ojos pequeños en un pómulo sobresaliente, su pico, sus cambios de color, la suavidad de su piel, la elasticidad de su cabeza, le ha dado la vuelta y ha contemplado la blancura resplandeciente de sus patas, hemos comprobado cómo se desliza entre resquicios de apenas milímetros. Poco a poco se iba enamorando de él.
El sol se ha ocultado escondido tras un edificio muy alto. Hemos vuelto a la barca después de decidir que aquel lugar no era seguro y lo hemos llevado a otro más profundo donde las rocas ofrecen más refugio. Cuando lo hemos soltado nos hemos asomado los dos por el mismo lado de la barca y nos hemos caído. Se escuchaban las gaviotas, el rumor del agua y la risa de mi hijo como una orquesta sutil, deliciosa.
Volvía remando y no escuchaba lo que me decía porque vamos en distintos extremos de la barca, pero no paraba de hablar, y ese murmullo continuo me decía, sin comprenderlo, demasiadas cosas.
En la orilla, el sol aún asomaba y se ocultaba por detrás de otro edificio más bajo al oeste. Aún se distinguía su disco completo refulgente. Le he dicho que en menos de noventa segundos habría desaparecido. No me ha creído y hemos empezado a contar, él un número, yo el siguiente, y al llegar a cincuenta y nueve ya no existía el sol. Ahora, para sentir su presencia, tendríamos que esperar a que sonrosara la parte baja de las nubes.
Cuando volvíamos, me ha dicho que ha sido el mejor día de su vida.
Disculpe, señor pulpo, si le hemos molestado. Le aseguro que ha valido la pena.
Me inclino ante su enorme complejidad y sabiduría.
Música: Atrapar una nube con las manos (con Ignacio Núñez), de Javier Quilis:
https://www.hispasonic.com/musica/atrapar-nube-manos-ignacio-nunez/83106
Texto: Monster
Hoy me he levantado muy temprano. Mi hijo no quería venir conmigo. Teníamos que recorrer sesenta kilómetros para trabajar por la mañana y luego, el resto del día, podíamos ir a la playa. Pero mi hijo no quería venir conmigo. El día anterior había quedado con unos amigos y su cara lo demostraba todo.
No había forma de levantarlo, arrastraba los pies por toda la casa, murmuraba y se hacía tan lento que el tiempo pasaba muy deprisa. Ya llegábamos tarde al coche que iba a recogernos.
La mañana resultó agotadora y mi hijo se fue a la playa con mi hermano. No iba de buen humor, simplemente se dejaba arrastrar. El día era caluroso y trataba de atender a los clientes con simpatía aunque me resultaba imposible. Comimos y dimos una vuelta por un centro comercial. Su andar era triste, sus ojos eran tristes. Cuando mi hijo se encuentra así quisiera ser una mosca, un saltamontes, cualquier animal que no siente fuera de su propia piel. Es increíble cómo el daño se transmite de unos cuerpos a otros. El otro día observé a un gorrión que fingía volar mal, casi caía al suelo antes de reemprender el vuelo, y piaba como un loco desesperado. Todo para llamar la atención de los gatos que viven en el jardín comunitario frente a mi ventana con tal de apartarlos de una cría que había caído. Sólo los despistó durante unos segundos. No puedo imaginarme el dolor en ese pequeño corazón contemplando una escena tan terrible. A veces pienso en mi hijo muerto en un accidente, tratando de imaginar qué sentiría yo. Exploro los rincones más terribles de mi mente.
Al llegar la tarde me fui con él a la playa hasta que llegara la hora de volver a las once de la noche, de nuevo a casa, tras un día donde él estaba sufriendo, y yo también. Nos montamos en la barca que estaba casi vacía de aire porque el inflador se había roto y nos dirigimos hacia un sitio que a él le gusta. Es un buen rato usando los brazos para llegar. El agua estaba cristalina, y braceaba diciéndome que cambiaría el color de ese día a cualquier precio. Pasamos por una zona de piedras cubierta de erizos y anémonas, los peces cruzaban bajo la barca y yo los perseguía señalándolos. El agua estaba tan calmada que sólo las pequeñas olas de algunas barcas lejanas ondulaban la superficie de cuando en cuando y eso le arrancaba una sonrisa. El motor de mi hijo estaba entrando en calor, se apasionaba poco a poco. Yo procuro señalar todo lo que hay de interesante, sobre todo las cosas pequeñas. Amo las cosas pequeñas. Alargo el brazo y saco algunos cangrejos ermitaños. Cuento por enésima vez la historia de los cangrejos ermitaños. Sé que le gusta.
Seguimos navegando. No digo cuánto me duelen los brazos. Ha pasado más de media hora hasta que llegamos al espigón que hay que doblar para llegar a la playa de las piedras. Es un trozo de playa cubierto de rocas verdes por las algas que dura sólo unos metros y luego se convierte en una arena dura que le encanta. El agua desciende muy lentamente y se puede andar viendo cosas maravillosas sin que llegue más que a las rodillas. En cuanto estamos llegando salta de la barca y yo cojo un pepino de mar. Es un animal sumamente extraño. Nunca había querido tocarlos. Hasta hoy. Hoy había que hacer cualquier cosa.
Lo saco y lo coloco sobre la barca. Al verme con él decide tocarlo él también y descubrimos que apretando un poco su abdomen surge un chorro de agua. No sabemos cuál es su boca y cuál no. Nos reímos con eso. Ya fuera de la barca andamos y descubrimos un banco de peces enorme. Los seguimos un momento y entonces, sobre la superficie, dos peces aguja muy pequeños van de un lado a otro. Son maravillosos. Finos y brillantes, casi transparentes con un alma verdosa. No se separan el uno del otro y dejamos de perseguirlos para que no se pierdan. No queremos que ninguno esté solo.
Pero me digo que no es suficiente.
Entonces mi hijo se va buscando algo cerca de mí y yo veo que una pareja de jóvenes rusos señala algo bajo el agua. Estamos sobre un suelo de rocas redondeadas con algas verdes y marrones. Es muy difícil andar. De pronto, algo me dice que allí está la maravilla que estaba buscando. Me acerco y les pregunto qué están viendo. Entonces me señalan y veo, como una más de las rocas, una que está viva, enroscada sobre sí misma, alerta. ¿Es posible que exista un Dios que me estuviera contemplando, que supiera qué mínima tragedia estaba sucediendo desde aquella mañana, y pusiera ante mis ojos la oportunidad de rehacerla, de convertirla en algo maravilloso?
Acerco mis manos al pulpo, que es tan pequeño como la palma de mi mano, y sale disparado hacia la derecha, suelta chorros de tinta, y se esconde entre las rocas. Reacciono en un instante, lo persigo y levantó una piedra más grande donde se ha refugiado haciéndome sangre en la mano. Mi hijo, que se había acercado, me pregunta qué es ese borrón de arena que se mueve. Cuando saco la mano el pulpo está rodeando mis dedos.
Pronto lo separo y lo dejo entre sus manos. Sé que su corazón está temblando, sé perfectamente cuánto tiempo ha deseado que llegara ese momento. No hemos parado de hablar de ello desde hace años. Le he contado mil historias sobre pulpos de cuando yo era pequeño, como es él ahora, y sé que ha revestido con esas historias una idea voluble que es un maniquí inexistente donde ha ido situando cada una de ellas como partes de un vestido extraño y lujoso. Sólo imaginando. La imaginación es el juguete más valioso que posee un niño. Cuando se pierde ya se ha perdido todo. Mi hijo aún la tiene intacta. Su imaginación aún se encuentra concentrada en un océano tan pequeño que cada gota de agua es una nueva maravilla.
Hemos pasado más de una hora con el pulpo. Lo hemos dejado sobre una cárcel de piedras en la orilla. Ha sujetado su cuerpo dejándose contagiar por la suavidad de sus tentáculos, por la sorprendente fuerza de sus ventosas, ha observado detenidamente cada una de sus partes más curiosas, los dos tubos que propulsan agua, sus ojos pequeños en un pómulo sobresaliente, su pico, sus cambios de color, la suavidad de su piel, la elasticidad de su cabeza, le ha dado la vuelta y ha contemplado la blancura resplandeciente de sus patas, hemos comprobado cómo se desliza entre resquicios de apenas milímetros. Poco a poco se iba enamorando de él.
El sol se ha ocultado escondido tras un edificio muy alto. Hemos vuelto a la barca después de decidir que aquel lugar no era seguro y lo hemos llevado a otro más profundo donde las rocas ofrecen más refugio. Cuando lo hemos soltado nos hemos asomado los dos por el mismo lado de la barca y nos hemos caído. Se escuchaban las gaviotas, el rumor del agua y la risa de mi hijo como una orquesta sutil, deliciosa.
Volvía remando y no escuchaba lo que me decía porque vamos en distintos extremos de la barca, pero no paraba de hablar, y ese murmullo continuo me decía, sin comprenderlo, demasiadas cosas.
En la orilla, el sol aún asomaba y se ocultaba por detrás de otro edificio más bajo al oeste. Aún se distinguía su disco completo refulgente. Le he dicho que en menos de noventa segundos habría desaparecido. No me ha creído y hemos empezado a contar, él un número, yo el siguiente, y al llegar a cincuenta y nueve ya no existía el sol. Ahora, para sentir su presencia, tendríamos que esperar a que sonrosara la parte baja de las nubes.
Cuando volvíamos, me ha dicho que ha sido el mejor día de su vida.
Disculpe, señor pulpo, si le hemos molestado. Le aseguro que ha valido la pena.
Me inclino ante su enorme complejidad y sabiduría.
Música: Atrapar una nube con las manos (con Ignacio Núñez), de Javier Quilis:
https://www.hispasonic.com/musica/atrapar-nube-manos-ignacio-nunez/83106
Texto: Monster
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