- Original: Charles C. Mann, The year the Music dies, febrero de 2003 - [ Wired ]
- Traducción: Discoplay
Poco antes de su muerte repentina provocada por un ataque al corazón, coincidí con Timothy White en una fiesta, en Boston. Él estaba junto a la barra vistiendo su habitual pajarita. Cuando me saludó, me sentí halagado: Timothy no era sólo el editor de BILLBOARD, sino un respetado crítico musical y biógrafo. Hasta los ejecutivos que a menudo le reprendían, admitían, a regañadientes, que él entendía el reservado y desconcertante negocio mejor que casi nadie.
“¿Cuánto quieres apostar a que la industria entera se hunde?”, me preguntó. “Y te estoy hablando del corto plazo, algo así como 5 ó 10 años...¡¡Boom!!”
Hoy la realidad nos dice que puede ocurrir incluso antes. Este año podría ser determinante y dilucidar si el negocio de la música, según lo conocemos hoy en día, sobrevive o no. En los seis primeros meses de 2002, las ventas de CDs cayeron un 11%. Las ventas de CDs vírgenes aumentaron un 40% en el último año, mientras que el número de usuarios de KAZAA, el más importante servicio de intercambio online de archivos, se triplicó. Mientras tanto, los nuevos y legítimos servicios de venta online de música de los propios sellos atraían menos clientes de pago que el McDonaldŽs de Times Square.
Hace tan sólo 10 años, los conglomerados mediáticos que poseían sellos discográficos los consideraban la gallina de los huevos de oro; eran más pequeños que Hollywood pero en realidad mucho más beneficiosas. Ahora los 5 grandes sellos están perdiendo dinero o, si se encuentran en números negros, éstos son escasos: el decline de la industria se está precipitando rápidamente. En el próximo año, sea juntos o por separado, los sellos tendrán que emprender la tarea de reinventar totalmente la forma en que hacen negocios, una tarea terriblemente difícil para cualquier institución.
Para saltar las vallas que la tecnología digital le ha ido colocando, la industria debe encontrar una forma de hacer dinero vendiendo el servicio de descarga de canciones una por una, permitir copiar el CD en la propia tienda, reducir los costes de grabación con software y hardware barato y cambiar los contratos de los artistas para reflejar la nueva realidad económica. Llevar a cabo cualquiera de estas medidas parece a priori imposible... realizar todas ellas constituiría uno de los más deslumbrantes giros copernicanos en las historia de los negocios.
Los sellos discográficos culpan a la piratería de todos sus males. Y, en parte, están en lo cierto. Antes de escribir este párrafo, entré en KAZAA. Un lunes a las 10 de la mañana, lejos de la hora punta, 3,1 millones de personas estaban conectadas; más usuarios en un mismo momento de lo que NAPSTER nunca tuvo en su momento de máximo apogeo. Al menos 100 copias de cada una de las canciones que se encuentran en el ranking Billboard Hot 100 estaban disponibles para ser descargadas. Como también lo estaban 13 de los 15 temas del último CD de Mariah Carey, que no llegaría a las tiendas hasta tres semanas más tarde. Y eso sin contar tan siquiera los discos vendidos en cada acera, desde el Bronx hasta Beijing.
La industria cree acertadamente que si es capaz de dificultar el intercambio de archivos y de hacer más sencillos y baratos los servicios online legítimos, puede convertir a los usuarios de KAZAA en sus propios clientes de pago. Persiguiendo esta doble premisa las compañías se están gastando millones; por una parte, en sus propios servicios de Internet (pressplay, de Universal y Sony; MusicNet de BMG, EMI y Warner) y, por otra, en abogados para ahuyentar a los piratas y los programadores que operan los ordenadores de apoyo al intercambio de archivos y con una publicidad anti-piratería que tiene como protagonistas artistas del perfil de Britney Spears.
Pero esto no bastará. Para sobrevivir, la industria necesitará activar la ayuda de unos amigos que no tiene. Los sellos pueden ser capaces de matar KAZAA, pero no serán capaces de acabar con sistemas aún más descentralizados como GNUTELLA sin ayuda de proveedores de servicio de Internet, operadores de cable y compañías telefónicas. Todos sus esfuerzos para obtener protección para los CDs similar a la de los DVDs depende en último término de la buena voluntad de los fabricantes de hardware, así como de Capitol Hill. Los servicios de suscripción online se irán a pique sin la cooperación de intérpretes, compositores y tiendas de discos. Y la habilidad de Britney de cambiar el corazón y la mentalidad de los aficionados a la música depende de la simpatía pública.
Y esa simpatía brilla por su ausencia. Más o menos acertadamente, las compañías discográficas son detestadas por los políticos (les acusan de corromper a la juventud), por webcasters (en tanto en cuanto les reclaman continuamente royalties) y por sus propios clientes (debido a su tendencia a inflar los precios). Es conocido el aborrecimiento que músicos y los compositores muestran hacia las compañías y muchos se han resistido a ceder la licencia de sus canciones a MusciNet o a pressplay. (Ambas se encuentran bajo investigación por posibles violaciones antitrust.) Tampoco la radio ni la MTV están dispuestos a apoyar gratuitamente a la Industria; los sellos, a través de programas de “promoción independiente”, efectivamente tienen que pagarles para trasmitir su música. Y la actitud de la industria de la electrónica con respecto a los sellos se resume en el slogan de Apple: “Rip. Mix. Burn” (“Rompe. Mezcla. Copia”). Lo cual, según me dijo una vez un ejecutivo de la música, se puede traducir en “Que os jodan, sellos discográficos”.Incluso los amos del negocio de la música han sido derribados. Hasta la década de los 80, la mayoría de los sellos estaban controlados por excéntricos y a veces desalmados empresarios que habían ligado directamente sus vidas a la venta de albums. En las dos últimas décadas, cada gran sello importante ha sido absorbido por uno de los 5 grandes grupos: Universal, Warner, Sony, BMG y EMI; entre todos ellos controlan el 75% de las ventas globales de música grabada. A pesar de su dominio, sin embargo, las majors no son más que meros ducados en enormes imperios mediáticos que tienen otras prioridades, a veces incluso en conflicto con las necesidades de las discográficas.
El último año, las Cinco Grandes vendieron en su conjunto alrededor de 20.000 millones de dólares en música. En ese mismo período, Sony facturó en torno a 42.000 millones en ventas de productos electrónicos y de ordenadores. Si Sony quiere vender teléfonos móviles con capacidad de albergar MP3 –lo que es ya una exitosa realidad en Japón y, potencialmente, en el resto del mundo- la pregunta es: ¿en qué medida prestará atención a las protestas de Sony Music?
Paralelamente, AOL Time Warner está tratando desesperadamente de resucitar AOL a través de la venta de acceso a Internet de alta velocidad. Está claro que uno de las principales aplicaciones de la conexión de alta velocidad es la descarga gratuita de música, algo que la propia Warner Music ve como una amenaza letal. Bertelsmann, el gigante mediático alemán que posee BMG Music, prestó tan poca atención a su división musical que la compañía decidió invertir millones de dólares en NAPSTER, aceptando sin inmutarse la escandalosa dimisión de sus dos ejecutivos principales de su negocio músical.
Y, lo que es peor, en una época que está pidiendo a gritos una forma valiente de pensar, la industria musical, otrora jurisdicción por excelencia de empresarios ávidos de asumir riesgos, está cada vez más en manos de “contadores de judías” centrados en la supervivencia a corto plazo. Demasiado a menudo, en vez de afrontar los problemas, los esquivan y se limitan a tirar de abogados y de cuenta corriente, rehuyendo de esta forma su propia responsabilidad.
¿Por qué, entonces, cuando la mayoría de las industrias está usando tecnologías para disminuir costes, Michael Jackson pasa facturas de estudio de 30 millones de dólares? O, mejor dicho, ¿por qué Sony se lo permite? Protección de carrera. Al usar los productores y estudios de grabación más de moda los ejecutivos puede desvincularse del posible fracaso (“Contratamos a los “Neptunes”; ¿qué más podíamos haber hecho?”) y alejar así el miedo de que los artistas les culpen (“Ese tema de Zeppelín hubiera mejorado el album, pero los “Suits” no querían desembolsar los 50.000 dólares necesarios para poderlo interpretar”). Dado que los costes se facturan contra los músicos, hay poco incentivo para ahorrar dinero.
Durante años, el camino más seguro hacia el éxito en el negocio de la música ha sido cazar el mercado de adolescentes. Pero al ignorar a los artistas medios de larga carrera para favorecer las últimas modas, los sellos pueden haber perdido el contacto con amplios estratos de la sociedad. Por último, Timothy me sugirió aquella noche que la industria, tal cual la conocemos, podría desaparecer no tanto a causa de la tecnología, sino porque a pocos aficionados mayores de 30 les importaría lo más mínimo si así fuese. “No puedo creer que el negocio en el que he dedicado mi vida pueda estar a punto de desaparecer”, me dijo. “Y también me resulta difícil creer que esté ocurriendo tan rápido.”
Si la industria se derrumbase, según él predijo, ¿esto redundaría en un beneficio para artistas y aficionados? Tras una transición brutalmente difícil músicos y aficionados sí se beneficiarían. Puede que la maquinaria de fabricación de estrellas se vaya a desmoronar, pero la gente seguirá pagando por la música, ya sea por oírla en directo, o por tener descargar canciones lícitamente (siempre y cuando medie un precio competitivo.) Eche un vistazo a los circuitos de gospel o de bluegrass, que ofrecen largas carreras y vidas de clase media a algunos de los mejores intérpretes norteamericanos. Fíjese en los grupos techno que están ganando audiencia al vender su música a los publicistas. Y no pierdan de vista artistas como Phish, Prince o Wonderlick, que están intentando usar Internet para tratar llegar directamente a sus fans eliminando al “hombre de en medio”.
Por otra parte, y en honor a la verdad, hay que decir que ese intermediario de hoy aporta también valores muy positivos. Los aficionados a quienes dos generaciones de rock&roll han enseñado a abominar a los “Suits” no valoran las enormes contribuciones de productores y ejecutivos A&R3 del estilo de Ahmet Ertegun o Russell Simmons). Y los sellos desarrollan la impagable labor de respaldar económicamente a los intérpretes en el momento en el que empiezan sus carreras. Pero en un mundo sin sellos discográficos, los músicos podrían encontrar otras formas de apoyo, como por ejemplo el modelo “American Idol” (construir reconocimiento como parte de una campaña corporativa) u otro conocido como “Broadway Show” (recibir grupos de pequeños inversores ad hoc para proveer fondos). Eliminar los gastos generales de los grandes sellos podría contener el coste de hacer música, también, lo que se traduciría en un aumento del número de participantes en el negocio y democratizaría el proceso.
Todos estos modelos producirían menos superestrellas globales y más músicos localmente exitosos. Puede que no viésemos un Michael Jackson como el de 1982, pero tampoco veríamos otro Michael Jackson como el de 2002. Es un cambio en el que saldríamos ganando.
Cuando hice estas tres sugerencias a Timothy, un escéptico habitual sobre la industria discográfica, él no estaba demasiado convencido: no creía que la gente con la que hablaba a diario estuviese preparada para una revolución. “Podría ocurrir”, le argüí. Me palmoteó el hombro agradablemente. “En todo caso”, le dije, “estamos a punto de descubrirlo”.
Por Charles C. Mann
Notas del traductor
- "Neptunes": Pharrel Williams y Chad Hugo componen el dúo de productores que opera bajo el nombre de “Neptunes”. Comenzaron produciendo rap, para dar el salto al pop en 2001. Tras haber producido artistas como L.L. Cool J, Britney Spears o NSYNC son posiblemente los productores más de moda.
- "Suits": Grupo de Pop/Rock de los Ž90.
- "A&R": Artist & Repertoire.