¿Por qué haces música? ¿Te acuerdas?

Dicen que a Beethoven, el inicio de la quinta sinfonía, se lo inspiró un mendigo aporreando su puerta. No sé si será cierto. Esta anécdota probablemente haya sido narrada por su secretario Schindler, cuyas anécdotas no son demasiado fiables. En todo caso, imaginando que fuera cierto, imaginad a ese mendigo, que sin saberlo, al llamar a esa puerta pudo sembrar la semilla de una obra extraordinaria que hoy en día es raro que alguien no conozca. Pero no todas las semillas llegan a germinar ni a desarrollarse hasta el final.

Yo pienso que hay “mendigos” que nos ayudan a encontrar “soluciones” para algunos temas. Pero entre todos esos “mendigos” hay uno, el principal, el primero, el que nos mete la idea de que podemos ser compositores (o lo que sea). Ese “mendigo” quizá sea uno de los “tipos” más importantes que pasen por nuestra vida. A pesar de eso es posible que nos olvidemos de él.

Un alumno (instrumentista, no compositor) me preguntó hace poco por lo que me inspiraba al hacer música. En qué pensaba cuando me ponía a escribir un tema nuevo. Me pareció una pregunta un tanto simple, pero luego comprendí que para aquellos que nunca han tenido intención de componer quizá encuentren algo de misterio en eso de hacer música “propia”.

Conforme le contestaba me di cuenta de que yo también respiraba parte de ese misterio. Sé lo que me inspiró el último tema y el anterior, etc. Había muchas temáticas, me había topado con muchos “mendigos” y cuando no los había buscado por rincones muy diversos. Pero no era esa la respuesta que el probablemente quería (aunque no me lo dijo) porque quizá no era esa la pregunta. Lo realmente misterioso o fantástico, es la razón por la que decidimos hacer música. No una canción si no dedicarnos a ello.

Actualmente imparto clases en mil sitios, dirijo un coro, compongo por encargo,etc (no sigo que me entra ansiedad...) pero ninguna de esas facetas musicales fueron las que me incitaron a meterme en esto hasta el cuello.

Día tras día, entre clases, encargos, mi vida personal, siempre ando buscando huecos para escribir esa música por la que sacrifiqué muchas otras cosas. Es el motivo más importante por el que decidí dedicarme a esto, por el que también doy clases, por el que recibo encargos y por el que tengo la casa llena de aparatos e instrumentos con los que cuesta no tropezar (¡mi hija de dos años esta encantada!). Pero también es lo que hago en último lugar, cuando he terminado de hacer el resto de cosas, cuando he logrado encontrar un hueco que me permite darle sentido a todo lo demás. Esto es debido a razones económicas, evidentemente, pero también porque uno se acostumbra a quedarse en esa “periferia”. Y es que a veces te olvidas del motivo por el cual te has metido en esto. La razón por la que no te pusiste a estudiar otra cosa (o simplemente a estudiar...).

Imaginad que un día decidís emprender un viaje hacia un destino concreto. Va a ser muy largo. Comenzáis a andar, os vais encontrando gente, os movéis por carreteras secundarias. Pasáis temporadas en diferentes aldeas y retomáis la marcha por diferentes caminos. Un día, pasado ya mucho tiempo, tratáis de recordar cual era ese destino que hizo que emprendierais ese viaje. ¿Te acuerdas?

Algo así le pasó a Ulises en la Odisea al llegar a la isla de las sirenas. La hermosura de la isla y lo que ella contenía le habían hecho olvidar su destino. El cual, en realidad, era más hermoso.

A veces será por la belleza y a veces por otras muchas cosas. Pero islas en esos viajes, en las que resulta fácil quedarse, hay muchas. Muchísimas.

Me lo paso muy bien recibiendo encargos, me gusta dar clase, etc pero no “hice las maletas” por eso. Al menos no exactamente.

En el caso de Beethoven (y el de muchos otros, sobre todo en el pasado) fue su padre, quién le introdujo en ese mundo desde muy pequeño. No sé si él se cuestionaría esto alguna vez. Ese no fue mi caso, en mi familia nunca ha habido una especial (y no especial) tradición musical.

Ahora me doy cuenta de que se trató de un impulso. Un fuerza abstracta muy potente que en algunos momentos se pudo disfrazar de cosas más concretas pero que en el fondo no era más que una bonita luz en el horizonte. ¿Bonita? No, ¡espectacular!. Tanto que era imposible no seguirla.

Alguna vez he pensado que quizá sea lo mismo que sentirán todos aquellos que luchan por ejercer su vocación, sean médicos, abogados, pilotos, etc... Pero con la diferencia de que ellos saben exactamente la razón por la que eligieron esa profesión y no se quedan, como yo, hablando de una indeterminada y abstracta “irresistible luz en el horizonte”... (y encima con el considerable riesgo de lo cursi que puede llegar a sonar).

De todas formas, al ser algo que muchos no podemos explicar sin recurrir a sentimientos abstractos y emociones, hace que sea fácil (o al menos más fácil que en otras disciplinas) abandonarla o adulterarla. No diré que me refiero adulterándola, ya que podría ofender a muchos compañeros (incluido a mi mismo), digo esto con respeto.

La cuestión es que cuesta mucho expresar la razón por la que uno, en el fondo, decidió componer música, al menos en mi caso. Sí, puedo irme hacia lo obvio pero sé que hay algo más profundo, en caso contrario, ya lo habría dejado al igual que abandone otras muchas cosas que me atraían en mi vida.

Me queda pendiente desarrollar ese último “pecado capital” mencionado en el anterior artículo: La vanidad. Siempre hay algo de eso, pero en todo, no sólo en la música. Cualquiera que sepa mirarse a si mismo se dará cuenta. Pero no, no sólo es vanidad.

Hasta hace bien poco la versión “oficial” (porque no encontraba otra) es que me dedicaba a esto porque hay cosas que no se decir de otra forma y quiero decirlas. O mejor dicho: quiero decirlas con música porque así las encuentro más acertadas.

Todo eso es cierto. Pero me he dado cuenta de que me resulta difícil encontrar sensaciones tan potentes como las que recibo escuchando determinadas obras. Entonces descubro que realmente soy compositor, porque se que todavía existen emociones para las que aún no se ha escrito nada, o al menos del modo que a mí me gustaría. Siento que tengo piezas que encajan en algún lugar, en un inmenso puzle y que me dirijo hacia él. Ese es el motor que lo inició y lo mantiene en marcha. Ese es el “mendigo” que en el horizonte mueve de vez en cuando esa linterna para que la vea, ese faro para que no me pierda, esa luz que aporreo mi puerta un día hace ya mucho. No para darme la idea de una obra (como en el ejemplo de Beethoven), sino para que emprendiera un viaje en el que uno, cuando pasa cierto tiempo, tiende a olvidar que empezó un camino único: el suyo. De eso y de la verdadera razón por la que se encuentra andando por él.

Me pregunto cuanta gente, con su “pieza del puzle” en la mano, habrá olvidado donde tenía que llevarla. Porque, insisto, es demasiado fácil olvidarse, pararse y bajarse. Creer que ese mendigo sólo fue un bonito sueño.

Juan Ramos.

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