De monstruos y prodigios (la historia de los castrati) , de Jorge Kuri, libremente inspirada en el libro de Patrick Barbier. Por la Compañía de Ciertos Habitantes, de México. Elenco: Raúl Román, Gastón Yanes, Javier Medina, Kaveh Parmas, Edwin Calderón, Miguel Angel López e Igor Lozada. Vestuario: Mario Iván Martínez. Luces: Matías Gorlero. Dirección musical: Magda Salles. Coordinación general: Fabrina Melón. Dirección: Claudio Valdés Kuri. Sala Casacuberta del Teatro San Martín. Duración: 105 minutos.
Nuestra opinión: muy bueno
Si los Hermanos Marx hubieran visitado los tiempos barrocos, este deslumbrante espectáculo mexicano habría sido, casi con seguridad, el resultado. Es una visión satírica -no exenta de melancolía- de aquella era de esplendor cortesano, desde fines del siglo XVI hasta primeros decenios del XVIII, en cuyos recesos se escondía una práctica cruel, negadora de la dignidad humana: la castración de niños destinados al canto religioso, primero, y luego al mercado del arte lírico, cuyo apogeo -sobre todo en Italia, cuna de la ópera- coincide con la magnificencia de los reyes y la nobleza, el afán de la Contrarreforma por ilustrar mediante la pintura, la escultura, la ornamentación profusa, las visiones católicas del Cielo, y un gusto casi perverso por la ficción, por la ilusoria persecución de un infinito siempre escamoteado, de una sobrehumana perfección donde nada es lo que parece. Los castrati fueron la encarnación (nunca más adecuada esta palabra) de ese supremo desafío estético, empeñado en doblegar a la naturaleza, como se advierte también en los simétricos, elegantes y fríos jardines de la época.
De monstruos y prodigios sigue de cerca el admirable texto de Barbier ( Historia de los castrati , Javier Vergara Editor, Buenos Aires, 1990) y respeta su pasmosa erudición, pero dándole una muy lograda comicidad, un aire de liviana parodia (muy "posmo") por debajo de la cual corre un escalofrío. Ambroise Paré (un célebre cirujano francés del siglo XVI) y Jean Paré, imaginarios hermanos siameses, aparecen aquí -con un estrafalario y graciosísimo servidor exótico-, en el siglo XVIII, encargados de ilustrarnos sobre el trámite seguido para obtener un castrato . Chicos de diez o menos años, de familias numerosas y pobrísimas del sur de Italia, y con buena voz, eran prácticamente vendidos a empresarios que, previa castración ejecutada por cirujanos y hasta por barberos, los colocaban en los coros de las iglesias, al comienzo. Luego, dado que las mujeres -siguiendo las directivas de San Pablo- no podían actuar en público, el negocio se hizo aún más lucrativo: ¿quién cantaría mejor los papeles femeninos de la ópera que estas criaturas monstruosas, capaces de una hazaña inverosímil: unir el encanto de la voz de mujer con la potencia viril? A cambio del sacrificio cruento, a los castrati les esperaba una fama, una popularidad y un ingreso económico sólo comparable al de las estrellas actuales del rock. Las consecuencias psíquicas son imaginables.
Lujo e imaginación
La ambigüedad sexual de estos personajes perturbaba por igual a hombres y mujeres, seducidos por el milagro de una voz sobrehumana; en cuanto a las mujeres, las atraían la fama y la posibilidad de tener amantes sin riesgos, pues los cantantes, aunque estériles, no perdían la función eréctil. Todos estos datos y muchos más, alusivos a usos y costumbres de la época, se acumulan en una puesta acelerada, imaginativa, lujosísima (el vestuario es fastuoso), colmada de referencias fascinantes. Por ejemplo, acerca de los caprichos y la insolencia de los castrati (también llamados "sopranistas") o el comportamiento, tan distinto, de italianos y franceses durante una representación teatral . Aunque algún tijeretazo, sobre todo al final, beneficiaría al espectáculo, no hay tiempo de aburrirse. Todo culmina en un delirio donde se mezclan géneros y ritmos, hasta que súbitamente, pasado el estruendo, en la escena a oscuras un cenital ilumina al sopranista y en la sala resuena la voz improbable del último de su raza (el papa León XIII abolió definitivamente el uso de castrados en la Capilla Sixtina, a fines del siglo XIX), Alessandro Moreschi, que en 1902 grabó, ya anciano, un disco, testimonio patético de que esa gente existió.
El espectáculo magnífico y el elenco estupendo merecieron la interminable ovación con que fueron saludados.
Ernesto Schoo
FUENTE: http://www.lanacion.com.ar/Archivo/nota.asp?nota_id=946192
Alessandro Moreschi, the last Castrato voice
Alessandro Moreschi nació en 1858 y fué el primer cantante solista de castrato que grabó sonido para un solo.
Nuestra opinión: muy bueno
Si los Hermanos Marx hubieran visitado los tiempos barrocos, este deslumbrante espectáculo mexicano habría sido, casi con seguridad, el resultado. Es una visión satírica -no exenta de melancolía- de aquella era de esplendor cortesano, desde fines del siglo XVI hasta primeros decenios del XVIII, en cuyos recesos se escondía una práctica cruel, negadora de la dignidad humana: la castración de niños destinados al canto religioso, primero, y luego al mercado del arte lírico, cuyo apogeo -sobre todo en Italia, cuna de la ópera- coincide con la magnificencia de los reyes y la nobleza, el afán de la Contrarreforma por ilustrar mediante la pintura, la escultura, la ornamentación profusa, las visiones católicas del Cielo, y un gusto casi perverso por la ficción, por la ilusoria persecución de un infinito siempre escamoteado, de una sobrehumana perfección donde nada es lo que parece. Los castrati fueron la encarnación (nunca más adecuada esta palabra) de ese supremo desafío estético, empeñado en doblegar a la naturaleza, como se advierte también en los simétricos, elegantes y fríos jardines de la época.
De monstruos y prodigios sigue de cerca el admirable texto de Barbier ( Historia de los castrati , Javier Vergara Editor, Buenos Aires, 1990) y respeta su pasmosa erudición, pero dándole una muy lograda comicidad, un aire de liviana parodia (muy "posmo") por debajo de la cual corre un escalofrío. Ambroise Paré (un célebre cirujano francés del siglo XVI) y Jean Paré, imaginarios hermanos siameses, aparecen aquí -con un estrafalario y graciosísimo servidor exótico-, en el siglo XVIII, encargados de ilustrarnos sobre el trámite seguido para obtener un castrato . Chicos de diez o menos años, de familias numerosas y pobrísimas del sur de Italia, y con buena voz, eran prácticamente vendidos a empresarios que, previa castración ejecutada por cirujanos y hasta por barberos, los colocaban en los coros de las iglesias, al comienzo. Luego, dado que las mujeres -siguiendo las directivas de San Pablo- no podían actuar en público, el negocio se hizo aún más lucrativo: ¿quién cantaría mejor los papeles femeninos de la ópera que estas criaturas monstruosas, capaces de una hazaña inverosímil: unir el encanto de la voz de mujer con la potencia viril? A cambio del sacrificio cruento, a los castrati les esperaba una fama, una popularidad y un ingreso económico sólo comparable al de las estrellas actuales del rock. Las consecuencias psíquicas son imaginables.
Lujo e imaginación
La ambigüedad sexual de estos personajes perturbaba por igual a hombres y mujeres, seducidos por el milagro de una voz sobrehumana; en cuanto a las mujeres, las atraían la fama y la posibilidad de tener amantes sin riesgos, pues los cantantes, aunque estériles, no perdían la función eréctil. Todos estos datos y muchos más, alusivos a usos y costumbres de la época, se acumulan en una puesta acelerada, imaginativa, lujosísima (el vestuario es fastuoso), colmada de referencias fascinantes. Por ejemplo, acerca de los caprichos y la insolencia de los castrati (también llamados "sopranistas") o el comportamiento, tan distinto, de italianos y franceses durante una representación teatral . Aunque algún tijeretazo, sobre todo al final, beneficiaría al espectáculo, no hay tiempo de aburrirse. Todo culmina en un delirio donde se mezclan géneros y ritmos, hasta que súbitamente, pasado el estruendo, en la escena a oscuras un cenital ilumina al sopranista y en la sala resuena la voz improbable del último de su raza (el papa León XIII abolió definitivamente el uso de castrados en la Capilla Sixtina, a fines del siglo XIX), Alessandro Moreschi, que en 1902 grabó, ya anciano, un disco, testimonio patético de que esa gente existió.
El espectáculo magnífico y el elenco estupendo merecieron la interminable ovación con que fueron saludados.
Ernesto Schoo
FUENTE: http://www.lanacion.com.ar/Archivo/nota.asp?nota_id=946192
Alessandro Moreschi, the last Castrato voice
Alessandro Moreschi nació en 1858 y fué el primer cantante solista de castrato que grabó sonido para un solo.