Militantes y balas
03/02/2015 - Miguel Olarte / @olartemiguel
POCAS COSAS ME causan más intranquilidad que un autobús cargado de militantes. Y si son un par de cientos de autobuses, en hilera con destino a un objetivo común en lo universal, tiemblo. Con los militantes me pasa como a un amigo mío, acostumbrado a las armas, con las balas: no le dan miedo, lo que le asusta es la velocidad a la que vienen. Los militantes en una manifestación son un poco como una bala en la recámara, se te disparan en un pie a poco que te descuides.
Quizás por eso nunca he sido muy de expresiones masivas de fidelidades inquebrantables. Bueno, nunca he sido inquebrantable en general, más bien al contrario, soy de natural quebradizo. Aún así, sé reconocer el valor de una demostración de amor al líder del tamaño de la que organizó Podemos ayer en Madrid. Algo tiene que querer decir, aunque sigo sin saber qué.
Hasta ahora me había ido resistiendo a escribir sobre Podemos, sin mucho esfuerzo porque tampoco sabía qué decir. No por escéptico, sino por ateo, porque en general voy tan justito de fe como de entusiasmo. Tampoco es que ahora lo tenga claro.
Sigo pensando en Podemos más como en un estado de ánimo que como en un partido político, y los estados de ánimo son caprichosos y cambiantes por definición, salvo cuando se encasquillan, como las balas o los militantes, y acaban con un tratamiento de choque en la unidad de agudos de algún psiquiátrico. Prefiero esperar a que se estabilice, sea por prudencia o por puro ventajismo. Ayer al lado de una pancarta que reclamaba una «renta básica universal» leí otra de «no al pantano de Biscarrués», y yo no doy para tanto.
No es que me preocupe la indefinición de sus propuestas más que la indefinición del resto de fuerzas, con la agravante de que estas además arrastran un largo historial de incumplimientos sistemáticos, es que me pasa como a la democracia española, que me he instalado en la pereza y a ratos me encuentro cómodo. Acostumbrado al esfuerzo mínimo de depositar cada cuatro años mi voto como si fuera un cheque en blanco, tanto entusiasmo me abruma.
Este país ha realizado muchos esfuerzos durante años para dotarnos de una democracia que nos garantice que no tendremos mejores gobernantes que los que nos merecemos. Y ahora se juntan un montón de miles de radicales con ideas como que la soberanía reside en el pueblo o que los ciudadanos puede cambiar la realidad si luchan por sus derechos. Es un camino peligroso, si permitimos que nos reclamen acción y compromiso, ¿qué sera lo siguiente, que cacemos nuestra propia comida?
Yo desconfío, algo raro tienen que esconder tantas ilusiones renovadas. Rajoy, avispado analista, los despreciaba a la misma hora que ellos reventaban la Puerta del Sol: son una simple moda que durará poco tiempo, ha sentenciado. Me parece que Pedro Sánchez también ha dicho algo al respecto, pero, la verdad, no le he prestado atención.
A lo mejor tiene razón y es una simple moda. De momento, los políticos de verdad, los nuestros, ya están señalando sus currículos inflados, sus desgravaciones opacas y sus incompatibilidades laborales. «Véis», braman, «van de honestos y honrados, de caballeros contra la corrupción, pero son iguales que nosotros». Pues eso.
Yo no tengo ni idea de qué va a pasar y dónde terminará esto. Pero tengo una idea bastante formada sobre de dónde venimos y qué está pasando ahora. De entrada, por aquello del ateísmo, no espero gran cosa de Podemos, entre otras cosas porque creo que buena parte del bien que le podía hacer a nuestra sociedad ya se lo ha hecho. Aunque esta movilización ciudadana, este entusiasmo compartido no recaude al final los concejales y los diputados que los nuevos apóstoles han prometido, es muy probable que ya nada sea igual en esta democracia perezosa y quebradiza.
Solo por ver que el miedo ha cambiado de bando, que siquiera por un momento son los que nos han traído hasta aquí los que temen perderlo todo, ha merecido la pena. Lo que venga, será por añadidura.
Hasta es probable que lo que venga no sea nada, o menos de lo esperado, como siempre. Pero si yo fuera Rajoy, o Sánchez, o Díaz, o Montoro, o cualquier otro de ellos, comenzaría a tratarlos con el mismo respeto que a una bala, aunque solo sea por la velocidad a la que vienen.
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