Venga, que esto está muy parado. Si antes pegaba un artículo de un economista inglés desde la asepsia, distancia, equidistancia, ahora otro, esta vez de un español nacido en Catalunya, que no quiere la independencia ni aboga por la consulta y, sin embargo, tampoco tiene la venda del "¡están manipuladoooos!" en los ojos.
Alguien escribió:
Cristian Campos: España; gran idea, ciudadanos equivocados
Hubo dos momentos llamativos en la entrevista de Ana Pastor a Artur Mas del pasado domingo en La Sexta. Y eso a pesar de esa cansina matraca televisiva que obliga a los presentadores a forzar el titular viral en cada frase. O a interrumpir al entrevistado a las bravas cuando la histeria espasmódica que ellos llaman «ritmo» decae. En breve las entrevistas en televisión las hará un mono con una ametralladora. Para mantener la tensión y tal. A fin de cuentas, la televisión española es entretenimiento, no periodismo, y ese libro de (mal) estilo audiovisual que la tele ha copiado de internet y que internet heredó de la tele en una espiral de chorrez que desemboca en la más absoluta gansada no se lo ha inventado Ana Pastor. Que, por otro lado, parece una buena periodista infiltrada en territorio enemigo.
El primero de esos momentos llamativos es cuando Pastor charla con Javier Sardà en el AVE como prólogo a la entrevista a Artur Mas. Durante esa charla, Sardà pilla por sorpresa a la presentadora y le pregunta si ella tiene un «gran sentimiento patriótico». La respuesta de Pastor es la de muchos ciudadanos españoles cuando se les pregunta por sus vínculos sentimentales con España: el «paso turno». «Yo tengo sentimiento… hacia mi hijo», dice ella. En términos toreros, eso es una chicuelina de manual: el matador se enrosca en el mismo capote con el que acaba de azuzar al toro.
El segundo momento son en realidad tres momentos. Ana Pastor le pregunta a Javier Sardà si en Cataluña se ha «medio manipulado» a los catalanes. Me gusta mucho eso de «medio manipulado». Así se le pone el condón a una palabra, con desparpajo. Pero a Sardà no le gusta la pregunta y le sugiere a Pastor «ponerlo bonito» y decir más bien que a los catalanes «los han convencido». Pocos minutos después, Julia Otero suplica un poco más de respeto por la inteligencia de los ciudadanos. Dice Otero que «uno no puede ir por ahí diciendo que los que salen a la calle son manipulados, que es una masa aborregada y adocenada, y que la culpa es de Mas. Eso no se sostiene ni aquí ni en ningún sitio. No podemos considerar que el votante es imbécil». A pesar del afán pedagógico de Sardà y Otero, a Pastor le falta tiempo para soltarle a Mas la expresión «calentar a la gente». Mas se pone firme ante lo que sugiere el término —que los catalanes son gilipollas y que él se ha aprovechado de ello— y la presentadora se ofrece, educada, a «cambiar el verbo».
El caso es que Ana Pastor insiste hasta tres veces en poco más de diez minutos en el argumento de la manipulación. Una manipulación que habría conducido a unos catalanes anteriormente reacios o indiferentes a la idea del independentismo a pedir ahora la separación de un país… por el que Ana Pastor es incapaz de demostrar el más mínimo sentimiento incluso en el contexto de una charla informal. Fíjense bien. Antes incluso de empezar la entrevista, Ana Pastor ya se ha quedado sin ella. El titular se lo doy yo: «Una atea le reprocha a un ateo su indiferencia frente a la idea de dios».
En otras palabras. Cuando un español siente indiferencia hacia la idea de España, está ejerciendo su libertad personal a sentir lo que le sale de las gónadas. Cuando es un catalán el que siente exactamente esa misma indiferencia, está siendo manipulado.
Siendo los catalanes tan fácilmente manipulables, digo yo que todo lo que deberían hacer los españoles para acabar de un plumazo con el soberanismo es demostrar un poco de entusiasmo por su propio país cuando son preguntados al respecto. Eso no requiere que los españoles respondan a la pregunta de Sardà levitando al oír la palabra «España», pero no estaría mal un sencillo «no entiendo qué quieres decir con “gran sentimiento patriótico” pero creo que vale la pena conservar buena parte de lo conseguido por los ciudadanos españoles a lo largo de los últimos cuarenta años». Con esa frase, tan pragmática ella, no puede sentirse ofendido ni uno de ERC, oigan. Pero si ni de eso somos capaces, ¿cómo esperamos que los catalanes dubitativos se suban al carro de la españolidad? Javier Marías decía hace unos días en La Vanguardia que «si saliera la independencia, a mí personalmente tampoco es que me importase demasiado». Pues si a él le toca un pie, imagínense a Pilar Rahola y compañía.
El caso es que yo también opino, supongo que al igual que Ana Pastor, que los afectos personales son los únicos realmente merecedores de atención. Y eso es perfectamente compatible con el reconocimiento de la existencia de otro tipo de afectos. Son los afectos que no se dirigen hacia las personas sino hacia determinadas abstracciones, como la de dios o la de la nación. Pero no son afectos excesivamente importantes y yo aconsejaría esquivar en la medida de lo posible a cualquier persona que insistiera más de lo razonable en ellos o que no estuviera dispuesta a traicionarlos por una buena causa. Por mi parte ni los considero. Si se quemara mi casa y solo pudiera escoger un objeto que salvar, escogería el iPhone antes que la unidad de España. Al menos el iPhone ha sido fabricado por artesanos con cariño por su propio producto.
Hablando de cariño. Creo que no soy el primer catalán al que le merecen mucho más cariño los españoles, y especialmente aquellos a los que conozco personalmente, que la idea de la nación española. Aunque solo sea porque los primeros son reales y la segunda una ficción administrativa. Como la de Cataluña, por supuesto. ¿O se creían que este era un artículo partidista?
Es por eso que me sorprende la insistencia de algunas personas, por otro lado perfectamente sensatas, en esa «trama de afectos» que en teoría va a quedar aniquilada si los catalanes se independizan.
Porque yo entiendo los argumentos económicos. Y muy bien que los entiendo. Tengo por ejemplo meridianamente claro que Cataluña quiebra a los cinco minutos de independizarse de España y que España lo hace solo dos o tres minutos más tarde.
Pero… ¿las tramas afectivas? ¿Cómo es de ceniza la vida de las personas que sostienen ese argumento para que su trama de afectos dependa de los vínculos administrativos que los ciudadanos establecen o dejan de establecer con el funcionariado de turno?
—Lo nuestro es imposible, tú estás empadronada en el distrito de Poble Sec y yo en el de Ciutat Vella.
—¿Te has sacado el carnet de conducir? Pues que te follen.
—Hijo mío, estás desheredado: haberlo pensado antes de darte de alta como autónomo.
—¿Cómo que esto no es lo que parece? ¡Eso que asoma debajo de las sábanas es una cédula de habitabilidad como un campanario!.
—Pe… pe… pero, ¿la doble nacionalidad? ¿Y desde cuándo conoces a esa zorra?
En realidad, la idea más interesante de la entrevista de Ana Pastor a Artur Mas es de Julia Otero cuando dice —cito de memoria— que en Madrid «se está haciendo un mal diagnóstico de la situación». Ya sé que resulta difícil de creer fuera de estos pagos, pero Otero lo niquela.
En Madrid, sí, no se ha entendido nada de lo que ocurre en Cataluña. Tampoco es tan extraño: lo de Podemos también les pilló en Babia. A esta gente le hace falta ayuda porque no da para mucho más y la intelectualidad unionista catalana, que la hay y por cierto bastante inteligente en todos aquellos temas que no les rozan los callos de sus neurosis, está haciéndole un flaco servicio al perseverar machaconamente en el equívoco de que este es un conflicto de identidades provocado por un nacionalismo periférico al que debe responderse jurídicamente. Y ahí anda España, esperando en el campo de batalla equivocado a que aparezca un ejército catalán que no va a hacer acto de presencia porque anda desfilando tan campante en dirección contraria.
Porque el campo de batalla no es el de la legalidad. Si me apuran, ni siquiera el de la legitimidad. Tampoco es el de la identidad, o el de la historia, o el de la economía, o el de la pertenencia a Europa. Sino el de la incapacidad de las elites castellanas para construir un relato atractivo de país que incruste la idea de la nación española en el imaginario colectivo de todos los ciudadanos y no solo en el de los ya convencidos de antemano. Y menciono a las elites castellanas porque yo a la España de la que se habla en las calles de Jerez de la Frontera, Oviedo o San Sebastián me apunto sin demasiados reparos. Pero a la España de la Corte no la rozo ni con un palo de pinchar nubes.
Tampoco me estoy inventando nada nuevo. David Gistau escribía el miércoles en ABC que «la simpatía nacionalista era una piedra pómez para sacarse España de la piel como Camba pedía en las saunas turcas que le rascaran el catolicismo». Y remataba luego: «En España solo se trató de fabricar orgullo con la coartada inocua, infantil, del deporte, aunque fuera rebajando el concepto español, igual que se rebaja el vino demasiado fuerte con agua, con eufemismos como “La Roja” y “La Eñe”. Años después de semejante fracaso pedagógico, nos encontramos con que España no dispone de una emoción con la que hacer contrapeso a la del independentismo, que firma sus papeles con los ojos anegados de lágrimas». El diario El País editorializaba al día siguiente esto: «Hay ataques [del Gobierno central] que son encajados con regocijo por quienes los reciben y eso es lo que ha producido la escasa y triste comunicación gubernamental que ha intentado contrarrestar el torrente propagandístico de Mas. Frente a un conjunto compacto e insistente, omnipresente y persuasivo, que vende la idea de independencia como la panacea para todos los males, el Gobierno ha erigido —sobre la base de la inconstitucionalidad indiscutible del proyecto— un sencillo e inútil conjunto vacío: nada (…) ¿Qué rendimiento político obtendrá si ni siquiera se ha planteado ganarse los corazones y las mentes de la mayoría de los catalanes?».
Supongo que la respuesta de un salvapatrias a eso sería que a España no le hace falta construir un relato de nación, una épica, porque España ya existe. Quizá eso sea cierto. Quizá a este país le baste y le sobre con un ordenamiento jurídico similar al de sus vecinos europeos para seguir existiendo, incólume y eterno, hasta el fin de la historia. Es un argumento circular: como la España democrática moderna es y nace de ese ordenamiento jurídico, y ese ordenamiento jurídico impide en la práctica que España sea otra cosa, España es eterna. Una nación perpetuum mobile que funcionará para siempre a partir de un impulso inicial —la Constitución— y sin necesidad de aporte externo alguno de energía. Es decir sin necesidad de la convicción de sus ciudadanos, que por lo visto están ahí a mayor gloria de LA IDEA. «Gran idea, especie equivocada» decía E. O. Wilson del socialismo, ese sistema político maravillosamente diseñado… para las hormigas.
Yo es que no creo en las hadas: España no existe allí donde sus ciudadanos no creen en ella. En este sentido, Cataluña es independiente desde hace años.
España, en definitiva, es en la actualidad poco más que un ordenamiento jurídico granítico bajo el ala de una monarquía medieval defendida por un ejército de abogados del Estado dispuestos a tirar del campanario a la primera cabra que se salga del rebaño. Del Tribunal Constitucional ni hablo que me entra la risa tonta.
¿Pero cómo pueden no verlo? El positivismo jurídico al que tanto se aferra el unionismo —aquí también hay una disputa secundaria, y muy interesante por cierto, entre positivismo y iusnaturalismo— no tiene sentido si no tiene en cuenta la existencia de los mitos y su impacto en la realidad. Que lean a Karen Armstrong: Una historia de dios. Ahí está todo.
Dice Armstrong que cuando una determinada idea de dios ya no sirve a los fines para los que fue creada es sustituida por una nueva idea de dios más atractiva. También más joven, mucho más agresiva y extraordinariamente más contagiosa. Es lo que ocurrió cuando el monoteísmo aplastó en las sociedades más avanzadas de la época al politeísmo. Es lo que ocurre con las lenguas. Es Uber contra el sector del taxi y Airbnb contra el lobby hotelero. Es Podemos, por supuesto. También lo es el independentismo catalán, aunque joda leerlo. Solo hay que atender al poder de convocatoria en las calles de la idea Cataluña y al de la idea España. Las calles no son urnas, cierto, pero a partir de determinado quórum se le parecen bastante.
La nación catalana es una fábula, sí. Pero se trata de una fábula especialmente resiliente y que se las ha arreglado para renovar de forma periódica el sentimiento de pertenencia de una amplia mayoría de sus ciudadanos. Al contrario de lo que ha hecho España, especialista en boicotearse a sí misma —«España es un concepto discutido y discutible»— y a la que ya no defienden ni los propios españoles en horario de máxima audiencia.
Y por eso me sorprende la obesidad mórbida de los argumentos que tachan de prehistórico al catalanismo oponiéndolo a una supuesta modernidad europea en la que el concepto de nación ha quedado definitivamente diluido y bla, blu, bla. Aquí somos europeos solo para lo que nos conviene: el referéndum de independencia escocés lo debieron de celebrar en Papúa Nueva Guinea, por lo visto.
Por suerte o por desgracia, las ideas —las buenas, las malas y las peores— no son realidades objetivas que mueren cuando la historia las demuestra racionalmente falsas. Son memes. Entes que mutan y pulen aristas. Virus susceptibles de reactivación que permanecen congelados durante decenas de años hasta que las condiciones externas favorecen su deshielo. Y al virus del catalanismo le está cayendo encima una solana de justicia mientras al mamut del españolismo se le anda protegiendo en su permafrost de los rayos del sol con una muralla de ejemplares de la Constitución.