¿Quién defiende a España?
Amo demasiado a mi país para ser nacionalista”
Albert Camus
Cualquier nacionalista vasco o catalán tacharía de traidor a todo vasco o catalán que no proclamara su voluntad de defender a Cataluña o al País Vasco. Pero esos mismos ciudadanos que veneran los símbolos y las banderas de su comunidad arrojarán al infierno a cualquiera que se atreva a expresar la necesidad de defender a España. Creo que merecería la pena reflexionar sobre cómo se explica que una transición modélica haya devenido, en apenas 30 años, en una crisis política e institucional tan profunda que defender en España lo común, lo que nos une, el Estado, merezca casi siempre la descalificación o el adjetivo de “centralista”, cuando no de “carca”. En suma, cómo hemos llegado a esto.
Hoy nadie duda de que la crisis económica y financiera internacional —y española— tuvo su origen en que se relajaron los mecanismos de control sobre el riesgo; de igual modo, el origen de nuestra crisis política hay que encontrarlo en que se relajaron los mecanismos de control sobre la democracia y se rompieron los vínculos con los que se estaba constituyendo nuestra incipiente ciudadanía española. Y es que si bien hemos sido capaces de transitar de la dictadura a la democracia, de conformar instituciones democráticas e impulsar leyes homologables con las de cualquier país del entorno europeo en el que nos hemos integrado, en España no hemos hecho pedagogía democrática. Nuestra nación no tiene ciudadanos que la defienda porque nadie nos ha explicado que el único proyecto político que merece la pena, el más digno de todos ellos, es la defensa de la ciudadanía, que no es otra cosa que defender una integración social basada en compartir los mismos derechos al margen de la parte de la nación en la que se viva o se haya nacido, al margen de la etnia, de la religión, de la tradición cultural… ¿Puede haber algo más progresista, en el verdadero sentido de la palabra, que la cerrada defensa de la igualdad entre ciudadanos? ¿Puede haber algo más reaccionario, también en su auténtica dimensión, que afirmar que la pertenencia debe primar sobre la participación política, y que es más defendible la identidad étnica que la igualdad entre ciudadanos?
Ciertamente, el deterioro de la convivencia y el abandono de la defensa de lo común —esa contraposición de la diversidad frente a la unidad, de la pluralidad por encima de la igualdad (como decía Savater, no es lo mismo el derecho a la diversidad que la diversidad de derechos)— que se ha producido en España sin que apenas nadie reaccionara, hubiera resultado imposible en cualquier democracia de nuestro entorno. Porque si bien ningún país está a salvo de que llegue al poder un gobernante iluminado ni de que a este le suceda en el cargo un pusilánime, los países serios tienen contrapoderes democráticos que actúan en defensa del interés general cuando los responsables de defender los valores comunes pierden la cabeza o, simplemente, dejan de cumplir con su obligación. Piensen en Francia, en Alemania, en Reino Unido, en EE UU… E imagínense que llega al Gobierno alguien dispuesto a romper la tradición republicana, la unión de las dos Alemanias, el atlantismo, los principios de la Constitución norteamericana… Ni con mayorías absolutas en las cámaras hubieran podido hacerlo; porque tras todos esos nombres propios de país existen ciudadanos alemanes, franceses, norteamericanos, británicos… Una ciudadanía vertebradora que exige respeto a los derechos de todos y cada uno de los que la componen Es por esa debilidad de nuestra democracia, por esta falta de voces que defiendan el Estado —a lo que se suma la ausencia de un discurso nacional en los dos partidos que históricamente se han alternado en el poder— por lo que hoy resulta imprescindible explicar lo que significa defender a España. Defender a España es defender la igualdad de todos los españoles; defender a España es defender el mantenimiento de los vínculos de lealtad entre nuestros conciudadanos; defender a España es defender la inmutabilidad de los artículos fundamentales de nuestra Constitución, que son aquellos que proclaman que la soberanía reside en el pueblo español; que todos somos iguales ante la ley; que los titulares de derechos son los ciudadanos y no la tribu o el territorio. Defender a España es defender a los ciudadanos españoles, lo que nos obliga a establecer unos límites infranqueables en la acción política: nada, ni la historia milenaria, ni la lengua, ni las tradiciones, está por encima de los derechos de los ciudadanos.
Pero no debemos afrontar esta cuestión como si fuera un debate abstracto o teórico, porque lo que está ocurriendo tiene consecuencias en la vida de los ciudadanos. En esta España que se debilita quienes más riesgos asume son las clases sociales más débiles, las más desfavorecidas, los ciudadanos que más necesitan de la protección del Estado. La gente más sencilla necesita un Estado que le garantice el ejercicio efectivo de sus derechos en condiciones de igualdad; o el derecho a elegir ser educado en su lengua materna; o el derecho a acceder a una plaza en la Administración dentro del territorio nacional en igualdad de condiciones con cualquiera de sus conciudadanos. Porque conviene recordar que quienes tienen recursos, quienes pueden moverse dentro y fuera de España, no sufren las consecuencias de las barreras que imponen quienes en nombre de “su” patria quieren convertir a una parte de sus conciudadanos en extranjeros en su propia tierra.
El patriotismo es cosa seria, ni necesita “enemigos” ni excluye a nadie; el patriotismo, en el sentido republicano y democrático del término, consiste en defender los valores comunes y la lealtad entre conciudadanos, lo que es un concepto esencial para la democracia; pero el patriotismo requiere de patriotas y en España no parece haberlos, al menos entre los que tienen capacidad y poder para actuar. Por eso en nuestro país es común oír proclamas en nombre de los vascos, de los catalanes, de los gallegos, de los andaluces… Pero, ¿quién habla en nombre de todos los españoles? ¿Quién defiende a España? Quién nos iba a decir que, tantos años después, iba a seguir teniendo validez aquella sentencia de Emilio Castelar en su discurso de dimisión el 2 de enero de 1874: “Aquí, en España, todo el mundo prefiere su secta a su patria”.
Frente a quienes apelan a su sagrado (o histórico) derecho a decidir basándose en la pertenencia a un grupo vinculado por la sangre, la religión, la herencia, la tradición cultural, la lengua..., nosotros defendemos una democracia de ciudadanos unidos por una lealtad mutua.
Frente a quienes quieren construir una “patria” pequeña rompiendo la lealtad entre conciudadanos españoles, nosotros defendemos la unidad de la nación española como un instrumento imprescindible para garantizar la igualdad de todos los ciudadanos, unidos por vínculos de solidaridad y propietarios de todo el país.
Frente a quienes quieren privarnos del derecho a decidir nuestro futuro entre todos y de legarles a nuestros hijos un país fuerte y unido, frente a quienes quieren monopolizar la ciudadanía de una parte del territorio nacional, defendemos el derecho de todos los españoles a mantener la pertenencia al conjunto del país.
En los seis años de vida de nuestro partido hemos explicado muchas veces que nacimos para defender el Estado, aportando a la vertebración del país el discurso y el compromiso de un partido inequívocamente nacional y laico, nada dogmático ni fundamentalista, que defiende el protagonismo de la ciudadanía en la tarea de regenerar la democracia. También he explicado más de una vez nuestra vocación de reconstruir esa tercera España que tan bien representaron un liberal como Marañón y un socialista como Besteiro, hombres cabales ambos, españoles sin complejos. Hoy, resquebrajados y golpeados por la pulsión secesionista los vínculos entre conciudadanos, debilitado el Estado por el silencio cobarde o cómplice de quienes debieran defender lo que nos une, creemos que construir esa tercera España resulta más necesario que nunca. Defender esa tercera España, que es la de la mayoría, es nuestro compromiso.
http://elpais.com/elpais/2013/10/03/opinion/1380817310_590254.html