En el último capítulo dejamos a Ortega y Gasset con un punto y aparte... Vuelve a tomar impulso y sigue diciendo:
Ahí tenemos ahora España, tensa y fija su atención en nosotros. No
nos hagamos ilusiones: fija su atención, no fijo su entusiasmo. Por lo mismo,
es urgente que este Parlamento aproveche estas dos magnas cuestiones
para hacer las cosas ejemplarmente bien, para regenerarse en sí mismo
y ante la opinión. Quién no os lo diga así, no es leal. (Muy bien.)
Y en medio de esta situación de ánimo, vibrando España entera alrededor,
encontramos aquí, en el hemiciclo, el problema catalán. Entremos en
él sin más y comencemos por lo más inmediato, por lo primero de él con
que nos encontramos. Y ¿qué es lo más inmediato, concreto y primero con
que topamos del problema catalán? Se dirá que si queremos evitar vaguedades,
lo más inmediato y concreto con que nos encontramos del problema
catalán es ese proyecto de Estatuto que la Comisión nos presenta y
alarga; y de él, el artículo 1.º del primer título. Yo siento discrepar de los
que piensan así, que piensan así por no haber caído en la cuenta de que
antes de ese primer artículo del primer título hay otra cosa, para mí la más
grave de todas, con la que nos encontramos. Esa primera cosa es el propósito,
la intención con que nos ha sido presentado este Estatuto, no sólo
por parte de los catalanes, sino de otros grupos de los que integran las
fuerzas republicanas. A todos os es bien conocido cuál es ese propósito.
Lo habéis oído una y otra vez, con persistente reiteración, desde el advenimiento
de la República. Se nos ha dicho: «Hay que resolver el problema
catalán y hay que resolverlo de una vez para siempre, de raíz. La República
fracasaría si no lograse resolver este conflicto que la monarquía no
acertó a solventar.»
Yo he oído esto muchas veces y otras tantas me he callado, porque a
las palabras habían precedido los actos y por muchas otras razones. Aunque
me gusta grandemente la conversación, no creo ser hombre pronto ni
largo en palabras. A defecto de mejores virtudes, sé callar largamente y
resistir a las incitaciones que obligan a los hombres, que les fuerzan para
que hablen a destiempo. Pero ha llegado el minuto preciso en que hay que
quebrar ese silencio y responder a lo tantas veces escuchado, que si se
trata no más que de una manera de decir, de un mero juego enunciativo,
esas expresiones me parecen pura exageración y, por tanto, peligrosas;
pero si, como todos presumimos, no se trata de una figura de dicción, de
una eutrapelia, que sería francamente intolerable en asunto y sazón tan
grave, si se trata en serio de presentar con este Estatuto el problema catalán
para que sea resuelto de una vez para siempre, de presentarlo al Parlamento
y a través de él al país, adscribiendo a ello los destinos del régimen,
¡ah!, entonces yo no puedo seguir adelante, sino que, frente a este
punto previo, frente a este modo de planteamiento radical del problema, yo
hinco bien los talones en tierra, y digo: ¡alto!, de la manera más enérgica y
más taxativa. Tengo que negarme rotundamente a seguir sin hacer antes
una protesta de que se presente en esta forma radical el problema catalán
a nuestra Cataluña y a nuestra España, porque estoy convencido de que
es ello, por unos y por otros, una ejemplar inconsciencia. ¿Qué es eso de
proponernos conminativamente que resolvamos de una vez para siempre
y de raíz un problema, sin para en las mientes de si ese problema, él por sí
mismo, es soluble, soluble en esa forma radical y fulminante? ¿Qué diríamos
de quien nos obligase sin remisión a resolver de golpe el problema de
la cuadratura del círculo? Sencillamente diríamos que, con otras palabras,
nos había invitado al suicidio.
Pues bien, señores; yo sostengo que el problema catalán, como todos
los parejos a él, que han existido y existen en otras naciones, es un problema
que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar, y al decir esto,
conste que significo con ello, no sólo que los demás españoles tenemos
que conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también tienen
que conllevarse con los demás españoles.
Yo quisiera, señores catalanes, que me escuchaseis con plena holgura
de ánimo, con toda comodidad interior, sin ese soliviantamiento de la atención
que os impediría fijarla en lo que vayáis oyendo, porque temierais
que, al revolver la esquina de cualquiera de mis párrafos, tropezaseis con
algún concepto, palabra o alusión enojoso para vosotros y para vuestra
causa. No; yo os garantizo que no habrá nada de eso, lo garantizo en la
medida que es posible, cuando se tienen todavía por delante algunos cuartos
de hora de navegación oratoria. Nadie presuma, pues, que yo voy a
envenenar la cuestión. No; todo lo contrario; pero pienso que, sólo partiendo
de reconocerla en su pura autenticidad, se le puede propinar y a ello
aspiro, un eficaz contraveneno. Vamos a ello, señores.
Digo, pues, que el problema catalán es un problema que no se puede
resolver, que sólo se puede conllevar; que es un problema perpetuo, que
ha sido siempre, antes de que existiese la unidad peninsular y seguirá
siendo mientras España subsista; que es un problema perpetuo, y que a
fuer de tal, repito, sólo se puede conllevar.
¿Por qué? En rigor, no debía hacer falta que yo apuntase la respuesta,
porque debía ésta hallarse en todas las mentes medianamente cultivadas.
Cualquiera diría que se trata de un problema único en el mundo, que anda
buscando, sin hallarla, su pareja en la Historia, cuando es más bien un
fenómeno cuya estructura fundamental es archiconocida, porque se ha
dado y se da con abundantísima frecuencia sobre el área histórica. Es tan
conocido y tan frecuente, que desde hace muchos años tiene inclusive un
nombre técnico: el problema catalán es un caso corriente de lo que se
llama nacionalismo particularista. No temáis, señores de Cataluña, que en
esta palabra haya nada enojoso para vosotros, aunque hay, y no poco,
doloroso para todos.
¿Qué es el nacionalismo particularista? Es un sentimiento de dintorno
vago, de intensidad variable, pero de tendencia sumamente clara, que se
apodera de un pueblo o colectividad y le hace desear ardientemente vivir
aparte de los demás pueblos o colectividades. Mientras éstos anhelan lo
contrario, a saber: adscribirse, integrarse, fundirse en una gran unidad histórica,
en esa radical comunidad de destino que es una gran nación, esos
otros pueblos sienten, por una misteriosa y fatal predisposición, el afán de
quedar fuera, exentos, señeros, intactos de toda fusión, reclusos y absortos
dentro de sí mismos.
Y no se diga que es, en pequeño, un sentimiento igual al que inspira los
grandes nacionalismos, los de las grandes naciones; no; es un sentimiento
de signo contrario. Sería completamente falso afirmar que los españoles
hemos vivido animados por el afán positivo de no querer ser franceses, de
no querer ser ingleses. No; no existía en nosotros ese sentimiento negativo,
precisamente porque estábamos poseídos por el formidable afán de
ser españoles, de formar una gran nación y disolvernos en ella. Por eso, de
la pluralidad de pueblos dispersos que había en la Península, se ha formado
esta España compacta.
En cambio, el pueblo particularista parte, desde luego, de un sentimiento
defensivo, de una extraña y terrible hiperestesia frente a todo contacto
y toda fusión; es un anhelo de vivir aparte. Por eso el nacionalismo
particularista podría llamarse, más expresivamente, apartismo o, en buen
castellano, señerismo.
Pero claro está que esto no puede ser. A un lado y otro de ese pueblo
infusible se van formando las grandes concentraciones; quiera o no, comprende
que no tiene más remedio que sumirse en alguna de ellas: Francia,
España, Italia. Y así ese pueblo queda en su ruta apresado por la atracción
histórica de alguna de estas concentraciones, como, según la actual astronomía,
la Luna no es un pedazo de Tierra que se escapó al cielo, sino al
revés, un cuerpo solitario que transcurría arisco por los espacios y al acercarse
a la esfera de atracción de nuestro planeta fue capturado por éste y
gira desde entonces en su torno acercándose cada vez más a él, hasta que
un buen día acabe por caer en el regazo cálido de la Tierra y abrazarse con
ella.
Pues bien; en el pueblo particularista, como veis, se dan, perpetuamente
en disociación, estas dos tendencias: una, sentimental, que le impulsa
a vivir aparte; otra, en parte también sentimental, pero, sobre todo,
de razón, de hábito, que le fuerza a convivir con los otros en unidad nacional.
De aquí que, según los tiempos, predomine la una o la otra tendencia
y que vengan etapas en las cuales, a veces durante generaciones, parece
que ese impulso de secesión se ha evaporado y el pueblo éste se muestra
unido, como el que más, dentro de la gran Nación. Pero no; aquel instinto
de apartarse continúa somormujo, soterráneo, y más tarde, cuando menos
se espera, como el Guadiana, vuelve a presentarse su afán de exclusión y
de huida
Este, señores, es el caso doloroso de Cataluña; es algo de que nadie
es responsable; es el carácter mismo de ese pueblo; es su terrible destino,
que arrastra angustioso a lo largo de toda su historia. Por eso la historia de
pueblos como Cataluña e Irlanda es un quejido casi incesante; porque la
evolución universal, salvo breves períodos de dispersión, consiste en un
gigantesco movimiento e impulso hacia unificaciones cada vez mayores.
De aquí que ese pueblo que quiere ser precisamente lo que no puede ser,
pequeña isla de humanidad arisca, reclusa en sí misma; ese pueblo que
está aquejado por tan terrible destino, claro es que vive, casi siempre,
preocupado y como obseso por el problema de su soberanía, es decir, de
quien le manda o conquien manda él conjuntamente. Y así, por cualquier
fecha que cortemos la historia de los catalanes encontraremos a éstos,
con gran probabilidad, enzarzados con alguien, y si no consigo mismos,
enzarzados sobre cuestiones de soberanía, sea cual sea la forma que de la
idea de soberanía se tenga en aquella época: sea el poder que se atribuye
a una persona a la cual se llama soberano, como en la Edad Media y en el
siglo XVII, o sea, como en nuestro tiempo, la soberanía popular. Pasan los
climas históricos, se suceden las civilizaciones y ese sentimiento dilacerante,
doloroso, permanece idéntico en lo esencial. Comprenderéis que un pueblo
que es problema para sí mismo tiene que ser, a veces, fatigoso para
los demás y, así, no es extraño que si nos asomamos por cualquier trozo a
la historia de Cataluña asistiremos, tal vez, a escenas sorprendentes, como
aquella acontecida a mediados del siglo XV: representantes de Cataluña
vagan como espectros por las Cortes de España y de Europa buscando
algún rey que quiera ser su soberano; pero ninguno de estos reyes acepta
alegremente la oferta, porque saben muy bien lo difícil que es la soberanía
en Cataluña. Comprenderéis, pues, que si esto ha sido un siglo y otro y
siempre, se trata de una realidad profunda, dolorosa y respetable; y cuando
oigáis que el problema catalán es un su raíz, en su raíz –conste esta
repetición mía-, cuando oigáis que el problema catalán es un su raíz ficticio,
pensad que eso sí que es una ficción.
Lo siento... continuará...