En la reducción ostensible de la capacidad de negocio en su conjunto, decreciente a lo largo de los últimos años, han influido múltiples factores. Por un lado, entre los exógenos, se ha colocado a la piratería y a las descargas por Internet; pero por el otro, y de carácter endógeno, hay que mencionar la voracidad de las propias compañías que, amparándose en esta reducción de ventas y por ello de incremento de beneficios, han visto la oportunidad para enfrentarse y, mediante absorciones cainitas, engordar sus cuotas de mercado mediante la concentración. Con ello se ha disminuido la inversión en nuevos productos, maximizándose los valores ya cotizados de sus catálogos ampliados, con nuevas ediciones remasterizadas y acompañadas de valores añadidos como videos promocionales, making of, etc, todo ello con el fin de mantener la singularidad del objeto fetiche consumible –el CD- como un coleccionable más.
A su vez ha disminuido el número de “artistas” que acceden al Olimpo del mercado y también la calidad de estos. La oportunidad de negocio ya no está en un intérprete o en una canción, sino en el conjunto de las sinergias que se producen en su proceso de fabricación. Ahora el artista no viene del limbo de los malditos, o de seres desconocidos, no se le extrae de la ignorancia o la ignominia, no es el protagonista, sino que es sólo una parte de la propia cadena de producción, que es la que en sí misma se ha convertido en fuente de ingresos, al ser ya todo el proceso parte de la propia promoción del producto.
Naturalmente la INDUSTRIA, a la que está sometida la música, sabe, con la experiencia acumulada de los últimos 50 años, qué producto debe crear y cómo hacerlo, como aprovechar toda la promoción que puede aportar cada fase del proceso de fabricación a través de concursos en soportes mediáticos como la televisión. Optimizando ganancias desde la preselección de candidatos hasta las giras con los ganadores, contando además para todo ello con financiación diversificada a través de distintos patrocinadores, que simbióticamente unen sus inversiones para mejorar un negocio en comanda, minimizando eso si los riesgos.
Hubo un tiempo en que la música necesitó de la industria para escucharse, y también el sonido necesitó de la técnica para propagarse. Pero, en la actualidad, lo que escuchamos es el medio, la propia industria a través de sus propios diseños biónicos virtuales, oímos a las emisoras berrear incansablemente lo que su industria produce. La simbiosis productor-distribuidor es tal que lo que se vende ya no es música desde luego, sino distintas marcas que compiten en volumen, desafinación apasionada, penetración, cuota de audiencia, ranking promocional, superventas…etc. Al final lo que cuenta es EL PROGRAMA, y “la música” anima como un PepeDomingo … más.
¿Sería imaginable que en la actualidad pudiera haber compositores como los “clásicos” con la INDUSTRIA de por medio?. Lo que hoy se vende como música es un infantilismo expresivo acorde con los valores emocionales impuestos por la sociedad mercantil del deseo insatisfecho. ¿Qué es el hip-hop sino la imitación de los primeros balbuceos rítmicos sonoros de un niño en sus primeros meses para autoconsolarse por lo descarnado de la situación hostil a la que se le ha precipitado fuera de la placenta materna?. ¿Qué es casi todo lo demás puesto a la venta sino una machacona reiteración de los mismos acordes, eso si, engolados con sonidos que la técnica de síntesis produce pervirtiendo aleatoriamente las frecuencias y sus armónicos?. ¿Cuál es ese canto insoportable que no ha sido entonado por algún afinador cromático digital? ¿Y esos textos que acompañan a esta liturgia anestésica, que es la música, reducida a este tratamiento sónico infernal que ameniza la fiesta, cargados de emotividad protésica, que asientan la pesadilla y que te deconstruyen intencionadamente hasta el sinsentido?.
Afortunadamente, junto a estas señales de virulencia hay también otras de dispersión, en las que intervienen un sin fin de sujetos no sometidos directamente al canon industrial, aunque sí todavía dependientes de los gustos y la moda que otrora aquella impone. Músicos o intérpretes que hasta hoy van colocando sus autoproducciones por distintos sitios en la red bajo la denominación de “copyleft” o “creative conmons”, en donde es posible escuchar o descargar aquella música que no está producida por la INDUSTRIA, aportándose por ello, en su caso, como donativo, la cantidad que cada visitador estime oportuna, pero no relacionada con el precio especulativo o valor de cambio que el mercado impondría, sino, por el contrario, por el valor de uso que este oyente le conceda.
Sólo falta que sus participantes -músicos/intérpretes y oyentes- se desprendan de la ilusión que crea una de las fantasías de las sociedades mediáticas autoritarias: aquella que consiste en creer que algo es único y que por ello tiene un valor para una especie de seres temerosos e incautos que necesitan de ídolos para sobrevivir.
Por eso el futuro, en la música, estará en manos anónimas que compartan un mundo profano que ya no aspire a lo divino.