Tampoco faltan pelmazos que dan la barrila justo cuando menos apetece. Nunca olvidaré a un grupo de jazz formado por ex bolcheviques o gente de por allí cerca, que por cierto tocaban bastante bien, pero a los que maldije durante toda una mañana, pues lo hacían bajo la ventana de un hotel donde yo intentaba conciliar el sueño tras una noche agitada. Y en el apartado caraduras, de los que mi registro de músicos callejeros tampoco anda mal nutrido, el premio Reverte Malegra Verte se lo lleva un fulano que estando yo sentado entre algunos turistas en una terraza de la calle Larios de Málaga se arrimó con una guitarra. El pavo era de aspecto agitanado, muy flaco y chupadillo, con tatuajes; llevaba un peine en un bolsillo de atrás de los vaqueros y a la guitarra le faltaban dos cuerdas. Llegó, tomó postura, pegó cuatro sartenazos a la guitarra, dijo lolailo, ele y arsa, pasó la mano, se pasó el peine y se fue, tan campante, con lo que los guiris acojonados, y yo a punto de estamparle un beso en los morros -no lo hice porque me habría interpretado mal-, le dimos. El hijoputa.
Los músicos que entran en los restaurantes me gustan menos. Por lo general estás pensando en tus cosas mientras masticas, o lees un libro entre plato y plato, o hablas de trabajo o de asuntos personales con otra persona; y no siempre agrada que alguien, por muy buen músico que sea, venga a tocarte la guitarra junto a la oreja, o a cantar Cuando salí de Cuba a grito pelado. Mi viejo amigo Montaigne, al que sigo acudiendo -con los años, cada vez más- en busca de consuelo analgésico, me recuerda a menudo que el griego Alcibíades, hombre entendido en preparar banquetes, excluía siempre de éstos a los músicos «para que no turbaran la dulzura de la conversación», y que, por ese mismo motivo, Platón calificaba de «costumbre propia de plebeyos -gentuza, diríamos ahora- llamar a instrumentistas y a cantantes a los festines, a falta de buenos discursos y agradables conversaciones».
Pensé en todo eso hace unos días, mientras despachaba una paella con atún y una botella de Barbadillo en un restaurante de la costa mediterránea. Había en la mesa contigua una pareja con aspecto de tener problemas: conversaban en voz baja, la mujer parecía irritada, al borde de las lágrimas, y él se inclinaba, insistente, apretándole una mano que de vez en cuando ella apartaba con disgusto. Y en ésas entran por la puerta dos fulanos con sombreros de paja guajira, uno con una guitarra y otro con unas maracas, y se ponen a cantarles, exactamente al lado, Guantanamera. Yo soy un hombre sincero, dicen los tíos. Clang, clang, clang. De donde crece la palma. Lamentando no tener una cámara oculta que grabe aquello, observo discreto a la pareja. El hombre intenta seguir la conversación, pero es evidente que poco a poco pierde el hilo, y acaba recostándose en el respaldo de la silla. Primero hace como que no oye a los músicos; al fin se vuelve y dirige al de las maracas una mirada que lo dejaría en el sitio, sin confesión, si las miradas mataran. Entonces el de las maracas sonríe, sociable, encantado de que le presten atención, mientras el de la guitarra se acerca un poco más a la mujer, que mira al novio, marido o lo que sea como si él tuviera la culpa hasta de la música, y le asesta, a quince centímetros de la trompa de Eustaquio, unos acordes virtuosos mientras asegura, con voz melosa y acento ultramarino, que antes de morirse quiere echar sus versos del alma.
Y bueno. Qué quieren que les diga. Admito que es necesario ganarse la vida -más con la que está cayendo y la que va a caer-, y asumo que en los próximos años tendremos músicos hasta en la sopa. Eso, claro, los afortunados que puedan ir a un restaurante a pagarse una sopa. Aún así, comprendan mi reticencia.
No siempre está uno de humor para que le canten Guantanamera. No cenas todas las noches con Cary Grant, o con Marlene Dietrich.
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