Mi primer teclado/sinte fue un Yamaha PSR-36, en 1988, un trasto FM de dos operadores con una sección de sintetizador que permitía hacer modificaciones en sus presets y que ¡tenía MIDI! La bomba para un chaval de 14 años que llevaba tocando el piano desde los 8 y al que siempre le parecieron intocables esos organillos Casio de tecla minúscula que tenían muchos de sus amigos y que le sonaban a rayos. El Yamaha fue un regalo de mis padres, que fueron los culpables de que empezara con el piano y de que luego me aficionara a la música electrónica.
No obstante, mi primer contacto con un sintetizador de verdad (bueno, con dos) fue un año antes en el estudio de un profesor de piano que tuve durante un mes o así y que tenía un DX7 y un D50. Me duró poco como profesor porque el tío pidió excedencia y se fue de gira con no se quién. Eso sí, a mí me despertó el interés por esos cacharros que veía tocar a Nacho Cano (y a otros grupos) en televisión.
Volviendo a mi PSR-36, lo malo fue que tardé bien poco en darme cuenta de que ese teclado “tan chulo” era una birria limitadísima y que con él no podía hacer la mayoría de las cosas que tenía en la cabeza. Lo bueno, fue que con ese teclado tocaba en un grupo y que, a base de conciertillos (y de no gastar un céntimo), fui sumando algo de dinero, suficiente para en dos años poder plantearme comprar un Kawai K4 que me parecía una buena alternativa a los sintes de primera línea, en especial el Korg M1, pero también en Yamaha SY-77, que me quedaban muy lejos. Así que, con 80.000 pesetas en el bolsillo y otras tantas que me financiaban con un crédito al consumo, fui con mi padre a recoger el K4 que iba a comprar por mis propios medios (aunque mi padre era quien tenía que firmar la financiación y avalar el crédito, claro). Mi sorpresa llegó cuando, una vez en la tienda, mi padre, en lugar de firmar la financiación que era a lo que yo lo llevaba, pagó al contado la otra mitad del sinte y se convirtió allí mismo en mi financiador: yo me ahorraba los intereses y se lo pagaba en los dos años que ya tenía acordados con la financiera. Y así fue: dos años ahorrando todo lo que caía en mis manos hasta conseguir esas 80.000 pesetas que me había prestado mi padre. Y cuando ya las tuve, sorpresa: mi padre (¡qué grande, el tío!) me dice que estupendo, que ya había aprendido el esfuerzo que costaba pagar una deuda, que eso era lo que quería que aprendiera y que como ya lo había aprendido, que me quedara el dinero, que seguro que tenía en mente algún aparato más y que así ya tenía una base con la que volver a empezar. ¡Se me saltaron las lágrimas! Y, por cierto, aprendí que créditos, los imprescindibles, algo que me ha servido mucho a lo largo de los años.
Con esa base y un tiempo más de ahorro, lo siguiente fue un piano digital, también Kawai, esta vez de segunda mano (¡¡¡y aún así, fue caro!!!) y que me hizo completar un set de directo que entonces me parecía increíble y que me dio muchas alegrías. Después ya llegó la Universidad, disolución del grupo en el que tocaba, ordenadores con capacidades musicales y algún trastillo más, luego un tiempo fuera de España, oposiciones, trabajo… y, por suerte y por primera vez en mi vida, dinero suficiente para comprar lo que quisiera, con cabeza, pero sin estrecheces, y me monté el equipo que deseaba… Pero después salía algo más y, como se podía, pues más. En fin, una locura que ya con 46 años, continúa. ¡Qué os voy a contar!
Por cierto, el PSR-36 y el K4, siguen aquí en perfecta forma. El primero por cariño y por un par de sonidos irrepetibles, pero sobre todo, por cariño. El K4 por cariño y por el convencimiento de que es un sinte espectacular con el que no me equivoqué y del que aún hoy sigo tirando.